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Opinión: Ónix y harapo. Moda de la protesta

28.10.2013

«Nuestras ropas se amoldan cada día más a nosotros y reciben
el sello de nuestro carácter, hasta el punto de que nos cuesta
abandonarlas sin dudas y deliberaciones, sin cierta solemnidad,
como si se tratase de nuestros cuerpos.»
—Henry David Thoreau, Walden.

Las protestas globales poscrisis de 2008 —Indignados, Occupy, Primavera árabe, estudiantes de Chile, cacerolazos en Buenos Aires, protestas en Brasil—, traen a la palestra una imaginería y simbología. Sin saberlo, en muchos de los casos, en sus grupos, grupúsculos, espacios microrresistentes y contradictores, existe una forma política que se comunica desde el ropaje, la vestimenta, el estilo, de modo laxo. Todo lienzo tiene un linaje (lo sepa o no). Todo protester, crítico del institucionalismo vacuo y de la corporatocracia (pública o privada) se remonta a un terroir antiquísimo, tal vez de dudosa procedencia. Esto se puede evidenciar en los diferentes espacios ultralibertarios, esteticistas, bohemios, antipolíticos o micropolíticos (la diferencia, a veces, es retórica), tal es el caso de las mujeres de la organización femen, de ascendencia ucraniana: multitudes de tetas pintadas con leyendas liberacionistas. También los “ocupadores” de Wall Street, la Puerta del Sol o el norte de África apelan a colores y formas que visten lo rebelde.

Tres estaciones nos permiten pensar la moda de las protestas, lejos de la letanía y lo solemne: los cínicos griegos; el negro azabache, el ónix anarquista de las banderas que denuncian la doble moral hipócrita y la reducción de todo hombre a un número o a un departamento público; y, por último, el estreno de un filme de Harmony Korine titulado Spring Breakers: viviendo al límite.

I

Dice el filósofo Michel Onfray en su libro Cinismos (1990):

«El palio del cínico es el signo de la renuncia, de la oposición despojada del filósofo. Antístenes lo reconoce como su único bien cuando abandona riquezas y fortuna. No se sabe si fue Diógenes o su maestro quien dobló la pieza de tela por primera vez para diversificar su uso. Desplegada, servía para los momentos frescos o fríos; sobre el hombro, plegada, permitía soportar más fácilmente el calor ardiente del verano. El tribonium —tal era su nombre— era un retazo de tela rústica de color oscuro muy anterior a los tejidos finos y suntuosos que el comercio llevó a las ciudades griegas. Con la intención de volverse intempestivo, el cínico reduce el vestido a la única función útil para la que fue concebido: proteger del frío, del sol, de la intemperie o de las agresiones naturales. En la época en que lo lucen Antístenes o Diógenes, el tribonium es el único bien de algunos viejos y también de los pobres. Rechazar la moda implica también no sacrificarse a la uniformidad del momento y a las prácticas de masas, y al mismo tiempo preservar y afirmar una singularidad. Nada de géneros preciosos que justificarían el trabajo de un sastre y, por consiguiente, la sumisión a una habilidad exterior transformada en necesidad. Nada de diseños exclusivos, colores ni adornos. Incluso en el vestido, el cínico manifiesta su voluntad de independencia y su deseo de autonomía. Su estilo excluye el comercio y el artesanado redundantes: nada de tintoreros, ni batanes, ni boticarios, ni vendedores de telas. El cínico se inscribe en una perspectiva de repudio de su tiempo, que en este plano se manifiesta en el rechazo de las nuevas prácticas indumentarias.»

De esta forma, en la vuelta del discurso libertario y su encarnación en la vestimenta de los filósofos cínicos existe un despojo y una crítica a la sumisión. En su vestimenta, el mencionado tribonium aplica la versatilidad (válido para verano o invierno), su desprecio de la exclusividad mercantil, ajeno del lino sofisticado de los jónicos o estoicos. Tal vez a su pesar este harapo plegado no oculta cierto refinamiento que el pensador cínico imprime en otros símbolos: la barba rala y descuidada (de chivo, fálica), el báculo o cetro de vagabundo, la desnudez, cierto naturismo incipiente en aquel momento, la virilidad en primer lugar, el escándalo público (masturbación y necesidades fisiológicas en la plaza): todo conlleva a esta figura ética de perro, en los márgenes de la ciudad, excluido de la ciudadanía; ese voluntarismo estético que tiene en Hércules a un espíritu rector de autarquía pura y plena.

Por ende, el rebelde y solitario de la antigüedad encuentra cierta reminiscencia en la moda de la protesta del siglo XXI: dejadez, lo barbado nutrido, masculinidad ruda, naturismo, nudismo, amor libre, cuerpo muscular (no por erotización sino por salud). Esta vuelta a lo silvestre del cínico antiguo es lo que palmariamente se puede percibir en determinados estilos del siglo XXI. Otra vez: entre el anacoreta y el ácrata. El aristocratismo de la plebe del cínico: una vida posible para todos, pero no todos tienen la fuerza para constituirla.

Que la filosofía de Diógenes, Crates, Antístenes o Hiparquia sea, en gran medida, recolocada en estos tiempos, así como visualizada en ropas utilitarias y cuerpos desnudos, no es menor, sino el centro de este retorno que valora la animalidad del hombre y pide por derechos para animales, a su vez, otro discurso libertario desde el siglo XIX: vegetarianismo, control de natalidad. Formas de emancipación de esclavitudes que entrelazan el cuerpo con otros, con ideas, con deseos que no se niegan, sino que se doman.

II

El historiador Juan Suriano da cuenta del anarquismo en la ciudad de Buenos Aires durante 1890 y 1910. El linaje libertario que llega con fuerza a la Argentina hasta su desintegración total en 1930 (año del golpe de Uriburu) traía más una cultura que una política, un proyecto incontaminado y contracultural realizado en círculos, una propuesta ética (modo de vida) no separada del marco ideológico. Para el discurso libertario, el trabajador era interpelado de modo universalista y no clasista (antimarxista): a todo oprimido se le hablaba por igual sin subordinarlo a clases superiores o superadoras.

Valoraciones anarquistas como el autodidactismo, la lectura y la escritura, el elogio de la biblioteca, las prácticas del higienismo (en el trabajo y el hogar), el feminismo, el amor libre (desmontando la propiedad de la pareja) y la prédica de su política a través de los difusores (prensa, folletos, materiales gráficos), no son posibles de olvidar sin dar cuenta de su combate simultáneo al capitalismo, al patriotismo, al militarismo, al clericalismo y a toda práctica social alienante que engarza formas de dependencia (futbol, carnaval, alcoholismo, tabaquismo).

Sin embargo, el racionalismo libertario no ocultaba emocionalidad ni deseo. En ese inmenso dispositivo simbólico aparece la vestimenta como una herramienta más: simple, bien cortada, fuerte, color negro azabache. Elementos: el sol, la mujer (la Marianne), la bandera roja. Una red de referencias múltiples: la vida, la energía, la libertad, lo epidérmico. La sensibilidad y la sexualidad también aparecen en el ónix del ropaje del trabajador anarquista. Maravilla siempre destacada: obrero orgulloso, honestamente irreductible, esculpido, feminista, refinado, crítico de toda degradación social del individuo producida por la masa manipulada y grosera.

El anarquista en su negro también habla: «vengo del pueblo pero no me degrado». Ese ónix, junto al harapo de los cínicos, tiene una elegancia implacable, completamente ajena a la lógica desprolija de rebaño/oveja del populismo y el autoritarismo, al que denuncia con virulencia.

III

Lo violento. Harmony Korine y Spring Breakers, su último filme. Medias rosas en la cara. Un combo allí explorado: las rusas del grupo de rock Pussy Riot se encuentran con tres Disney princess perdidas. Lo neopunk. Tal vez este azar nos lleve a cerrar un círculo donde el harapo cínico y el negro ónix se hallan frente a la fibra dura pero de manera psicodélica y algo desesperada. En la cinta de Korine la moda pasa por el cuerpo tatuado y lleno de implantes tecnológicos: dispositivos, armas, celulares. Es un hedonismo que tiene algo de canto del cisne y que echa por tierra todo equilibrio posible. Ese cisma aguerrido es un ejército de chicas que acribillan a gangstas en Miami y luego se sumergen en su piscina triste y nocturna, como leonas luego de la tormenta. La moda es fluo, distorsionada. Sin embargo, hay cierto peso, pesar y hondura en ese maremágnum que es el filme de Korine. Tras la vacación eterna: el ocio represivo, al decir de Herbert Marcuse, de un sistema que produce un momento de “liberación” engañosa, a través del cual las chicas no salen de sus bikinis chillonas y de cierta melancolía eufórica en las playas de la Florida. Cierta transición de la niña a la femme fatale, en la cual enredan al aspirante a matón.

Así, la moda de la protesta actual que se ve en medios, en redes sociales y en películas no deja de reenviar al pasado sin que lo sepa, sin que lo roce ni lo estimule de manera lúdica, tan solo piedras, gases, máscaras de cómic y corridas. Hay cierto halo de primitivismo incipiente. No es azar: la filosofía reivindicada (por reediciones, prensa) en los últimos meses es la de aquel pensador solitario del este de los Estados Unidos (Concord, Massachusetts) llamado Henry Thoreau. El primer indignado.


Especial de moda: Sociedad, política y tecnología

01. Ensayo: Ónix y harapo. Moda de la protesta, por Luis Diego Fernández
02. Entrevista con Gilles Lipovetsky (fragmento)
03. Opinión: Retro, Cyber y Natural. Moda y tendencias, por Lucrecia Escudero
04. Retos de la moda en México: Encuentro de Carla Fernández y Trista
05. Entrevista con Dylanne Lee, dúo de fotógrafos mexicanos


[28 de octubre de 2013]

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