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Reseña: Roma y Sorrentino. La grande bellezza

13.03.2014

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La ciudad eterna es, por definición, una ciudad seductora. Pasado, presente y futuro palpitan en sus calles y en sus monumentos. Cuando la recorremos —ya sea por primera o enésima vez— atrapa todos nuestros sentidos, nos envuelve con las telas irresistibles del tiempo. No es gratuito que todos los grandes maestros del cine italiano (y otros tantos extranjeros) hayan caído en sus redes. El último intento es el de Paolo Sorrentino. Y no es poca cosa.

Sobre la atracción que Roma ha provocado en grandes cineastas, Sorrentino declaró: «La dulce vida (1960) y Roma (1972) son filmes que no puedes ignorar cuando intentas hacer una película como la que quería hacer. Son dos obras maestras y la regla de oro es que las obras maestras deben verse, no imitarse. Traté de apegarme a ello. Pero también es cierto que las obras maestras transforman la manera en que vemos y percibimos las cosas

Las películas de Fellini no fueron las únicas dos obras maestras que inspiraron este filme que, con su estatuilla a la mejor película extranjera en los últimos premios de la Academia, acumula 21 galardones a nivel mundial.  También hay citas explícitas más allá del cine: Céline, Proust, Flaubert. El mismo protagonista es todo un flâneur.

La grande bellezza retrata la vida de Jep Gambardelli, un escritor de 65 años envuelto en la mundanidad cosmética de la ciudad eterna. Rodeado de artistas y personalidades del espectáculo, Gambardelli se enfrenta a una crisis existencial marcada por una pregunta que se ve obligado a responder constantemente: ¿por qué nunca escribió un segundo libro, después de su única novela de juventud? Una de las respuestas que ofrece la trama es que en Roma hay demasiadas fiestas, demasiadas distracciones.

Pero entre fiesta y fiesta, “jugando al artista” y al hombre deprimido, Jep y el ojo máquina de Sorrentino (con la complicidad del cinefotógrafo Luca Bigazzi), nos pasearán también por los rincones de la irresistible capital italiana. Lo hacen con tal maestría cinematográfica que, por momentos, creeremos estar viendo la historia a través de la mirada etérea y flotante de alguno de los millones de fantasmas que habitan la ciudad eterna.

La secuencia inicial basta para engancharnos. Una mirada siempre en fuga, la muerte impredecible tumbando el cuerpo de un turista al pie del ensayo de un coro barroco. Roma abierta delante de nosotros. Corte A: una fiesta de azotea de la que todos quisiéramos formar parte. Conocemos a nuestros personajes, sin presentaciones redundantes ni diálogos explicativos. Los vemos bailando, flotando, también como los fantasmas que todos fuimos o seremos. De pronto aparece allí —en el centro de su mundo enrevesado— Jep Gambardelli cumpliendo 65 años y hablándonos entre la ruidosa mundanidad, como si nos conociéramos: «Cuando llegué a Roma, a los 26 años…»

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[13 de marzo de 2014]

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