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Stanley Kubrick (2015) en MARCO. Cortesía del museo. ©Barry Lyndon
Stanley Kubrick (2015) en MARCO. Cortesía del museo
Stanley Kubrick (2015) en MARCO. Cortesía del museo
Stanley Kubrick (2015) en MARCO. Cortesía del museo

Reseña: Stanley Kubrick en MARCO

17.03.2015

Abel Cervantes

A la pregunta “¿qué tipo de cineastas tienen cabida en un museo o qué tipo de artistas pueden exhibir su trabajo en una sala cinematográfica?” podríamos intentar varias respuestas. Aquellos que, interesados en las cualidades artísticas de las imágenes en movimiento, conciben su obra como una que se desplaza entre el arte y el cine sin distinguir fronteras (Harun Farocki, Chris Marker, Apichatpong Weerasethakuk, Agnès Varda, Debora Stratman, James Benning…). Aquellos artistas cuyos propósitos son relevantes para el cine (Andy Warhol, Martha Rosler). O aquellos que a pesar de no tener ningún propósito museístico, han imaginado una obra audiovisual y narrativa que por sus alcances estéticos ha trascendido su disciplina (Jean-Luc Godard, Stanley Kubrick).

Organizada por el Deutsches Filmmuseum Frankfurt am Main, Christiane Kubrick y Jan Harlan, Stanley Kubrick es el testimonio de la relevancia, pero también de la muerte, del trabajo del director neoyorquino. En “Sobre lo nuevo” Boris Groys menciona que “[a]quello que se exhibe en el museo es considerado automáticamente como perteneciente al pasado, como muerto”. Y más adelante: las culturas tratan de mantener su identidad reproduciendo su pasado. “Lo hacen porque sienten la amenaza del olvido, una pérdida total de su memoria histórica”.

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Stanley Kubrick (2015) en MARCO. Cortesía del museo. ©Barry Lyndon

Desde principios de siglo XXI diversos directores, entre ellos David Lynch o Peter Greenaway, han proclamado la muerte del cine como se lo conoció en sus primeros 100 años. Sus bordes estéticos y narrativos se han extendido en forma de megafilme, como sucede en las series de televisión, que brindan la oportunidad de alargar su trama las horas que sean necesarias; o explorando la repercusión de la tecnología 3d (entre cuyos ejemplos más destacados pueden mencionarse La cueva de los sueños olvidados, de Werner Herzog; La invención de Hugo Cabret, de Martin Scorsese; Pina, de Wim Wenders o Adiós al lenguaje, de Godard [ver Código 84]).

Kubrick representa lo mejor del cine clásico, aquel que está desapareciendo: historias potentísimas cuyas producciones invitan al espectador a experimentar mundos imaginarios echando mano de una fotografía impecable, actuaciones destacadas y una capacidad asombrosa para entablar vínculos entre imágenes, sonido, gestos y vestuario.

 

 

El Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey exhibe en exclusiva para México esta retrospectiva que ha viajado por Berlín, Los Ángeles, Melbourne o Zúrich, entre otras ciudades, tratando de acoplar su espacio como si albergara la obra de un artista. (Vale la pena mencionar que la exposición también pudo haber sido acogida por el Museo del Cine, que la Cineteca Nacional ha dejado a medias sin ofrecer ninguna aclaración.) Ahí están como piezas coleccionables que no se pueden tocar por miedo a ser deterioradas, el paquete de supervivencia de los soldados que en Dr. Strangelove (1964) deben atacar a la Unión Soviética, luego de que Jack D. Ripper pierde la cordura y decide comenzar una guerra nuclear: un libro miniatura con la Biblia y algunas frases rusas para comunicarse, píldoras tranquilizadoras, etc.; la cámara que Kubrick utilizó, echando mano de la tecnología de la nasa, para registrar con la luz de las velas algunas escenas de Barry Lyndon (1975); o la réplica en miniatura del modelo científico en el que se inspiró la nave de 2001: Odisea del espacio (1968). Pero también las primeras publicaciones donde el director de Naranja mecánica (1971) trabajó como fotógrafo (Look), los guiones comentados que se exhiben como si se trataran de documentos de artista que dejan ver su proceso de trabajo, las ilustraciones y los archivos que no pudieron materializarse (Napoleón, Los papeles arios) o fragmentos de sus películas que proyectados en una pantalla mediana se repiten como loops, a veces potenciando el sentido de las cintas originales, como en The Killing (1956), cuya escena final en el museo muestra el momento en el que el plan de Johnny Clay (Sterling Hayden) fracasa cuando los billetes del atraco que acaba de propinar salen de su maleta y vuelan hasta precipitarse, creando un remolino.

No obstante las buenas intenciones, el orden cronológico de la muestra impide que el espectador haga conexiones menos obvias pero más interesantes del trabajo de Kubrick, como el uso de la luz que hace en Fear and Desire (1953) o
El beso del asesino (1955) y que alcanzó su punto más alto en la magnífica Barry Lyndon. Tampoco aprovecha la oportunidad de mostrar la trascendencia que tuvo la música en películas como El resplandor (1980), donde tomó como base a Penderecki para construir un relato inquietante y oscuro; o en 2001: Odisea del espacio, donde en el episodio “El amanecer del hombre” hace dialogar Así habló Zaratustra de Johann Strauss II con los postulados filosóficos de Nietzsche, en un entramado semiótico nunca antes visto en el cine. En cambio dedica una pequeña sala a mostrar este aspecto como si se tratara de una anécdota.

En el documental Stanley Kubrick: una vida en imágenes (2001), el músico húngaro György Ligeti —que sufrió los horrores de la Unión Soviética— explica que cuando ideó Musica Ricercata imaginaba que los sonidos del piano eran puñaladas sobre el corazón de Stalin, y que Kubrick entendió magníficamente el sentido de la pieza al usarla en la escena de la orgía de Ojos bien cerrados (1998). Por fortuna, y aunque de manera involuntaria, al final de la exposición el visitante puede observar los dibujos de Inteligencia Artificial mientras escucha las cuchilladas de Musica Ricercata desde la sala contigua como si estuvieran destinadas a Steven Spielberg, que filmó (y arruinó) el proyecto de Kubrick.

La retrospectiva es exhibida en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey desde el 6 de marzo y podrá ser visitada hasta el 26 de julio.

 


Abel Cervantes es comunicólogo. Director editorial de Código, colaboró en los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo. Ficción (2012) y Documental (2014) con un ensayo sobre Carlos Reygadas y otro sobre Juan Carlos Rulfo, respectivamente.

 


[17 de marzo de 2015]

 

 

Abel Cervantes

Comunicólogo. Fue editor de las revistas La Tempestad, Código e Icónica. Colaboró en los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental (2014) con un ensayo sobre Carlos Reygadas y otro sobre Juan Carlos Rulfo, respectivamente. Ha colaborado en distintas publicaciones relacionadas con arte, cultura y cine. Es profesor de ciencias del lenguaje, periodismo y cine en la UNAM.

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