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Monumentos, anti-monumentos y nueva escultura pública (2017), Vista de instalación. Cortesía del Museo de Arte de Zapopan
Monumentos, anti-monumentos y nueva escultura pública (2017), Vista de instalación. Cortesía del Museo de Arte de Zapopan
Monumentos, anti-monumentos y nueva escultura pública (2017), Vista de instalación. Cortesía del Museo de Arte de Zapopan
Monumentos, anti-monumentos y nueva escultura pública (2017), Vista de instalación. Cortesía del Museo de Arte de Zapopan
Monumentos, anti-monumentos y nueva escultura pública (2017), Vista de instalación. Cortesía del Museo de Arte de Zapopan

Reseña: Monumentos, anti-monumentos y nueva escultura pública, en el MAZ

18.05.2017

María Fernanda Camarena

«El arte público no es para el público, sino para el gobierno», le recuerdan al Gran Tlatoani sus súbditos en la tira cómica Artoons de Pablo Helguera, que se encuentra al inicio de la exposición Monumentos, anti-monumentos y nueva escultura pública. Porque podemos asumir que cualquier monumento tradicional responderá a la agenda simbólica del grupo de poder en control del espacio público, dando por hecho que no existe una agenda estética.

El monumento, por definición, es un concepto complicado: implica el consenso de la comunidad que lo erige y un juicio de valor que justifique el despliegue de recursos necesario para su construcción y mantenimiento. En el primer segmento de la exposición se muestra el registro fotográfico del proyecto Monumentos mexicanos (1989) de Helen Escobedo y Paolo Gori, un repaso superficial para un proyecto que tomó ocho años en realizarse, pero buen punto de partida para ver lo que se ha conmemorado en la República Mexicana. Desde monumentos cívicos, hasta esculturas públicas, Escobedo plantea en el prólogo del libro: «¿Es posible que la escultura pública llegue a constituirse en monumento?…». El proyecto registra esculturas y monumentos a lo largo y ancho del territorio mexicano. Y todas dan luz a los afanes por resignificar un espacio o una comunidad a partir de la cosificación de valores colectivos.

En la segunda parte se muestra una selección de miniaturas y fotografías de las esculturas que conforman el proyecto La ruta de la amistad, concebido por Mathias Goeritz para los Juegos Olímpicos de 1968 en México. La vuelta a la tuerca, implícita en este proyecto, está en la preocupación primordial por la forma que se abre a una diversidad de significados. Es decir, lo que en esa ocasión se conmemoró era abstracto. El proyecto logró llevar el arte moderno al espacio público, para bien y para mal. Al final, nada se discute o muestra sobre el accidentado destino de algunas de las esculturas que han tenido que ser reubicadas por el acelerado crecimiento de la ciudad. Así, el arte en el espacio público se situará siempre en el linde entre el monumento que conmemora y lo monumental que se impone.

El tercer segmento inicia con una representación de la intervención a la escultura pública El pájaro amarillo (1957) —erigida en la ciudad de Guadalajara por Mathias Goeritz— a manos de Guillermo Santamarina y el Colectivo Sector Reforma en 2008. Los artistas cubrieron la escultura con una tela color púrpura, dirigiendo la atención del público y de las autoridades a una pieza olvidada en su contexto inmediato, pero reconocida por la historia y la comunidad artística. La intervención resignificó una pieza monumental y momentáneamente otorgó al público el poder sobre lo público, en contraste con otras piezas que fetichizan el monumento y lo llevan de lo público a lo privado.

Pero, ¿qué es un anti-monumento? Si se plantea desde una relación de opuestos, sería lo que no conmemora, lo que ha sido olvidado o lo que ha perdido la carga simbólica que le daba sentido a su presencia.

En el proyecto Tlatelolco Public Space, Odyssey (2014) Ximena Labra lleva tres réplicas del monumento en memoria de los fallecidos en la matanza de Tlatelolco —inaugurado en 1993, veinticinco años después de los hechos— a distintos espacios públicos de la Ciudad de México. El video documenta cómo los «nuevos monumentos» se adaptaron a los espacios que los recibieron, convirtiéndose rápidamente en mobiliario urbano o puntos de encuentro, pero nunca en un espacio de luto. Lo evidente: el monumento ha perdido vigencia, o quizá nunca la tuvo.

Un aspecto curioso es la decisión de Pablo León de la Barra, el curador,  de presentar los memes generados en redes sociales sobre la escultura del Guerrero Chimalli (2014) y atribuirlos a Sebastián, el autor de la monumental obra. Con piezas que van del objeto al archivo, que muestran manifestaciones locales, nacionales y se acercan tímidamente al contexto latinoamericano, la exposición vira de lo solemne a lo irónico, como los impo-nentes monumentos distópicos de Adrián Villar Rojas (Las mariposas eternas, 2010) a un costado del registro fotográfico de la acción Estampida (1999) de Gonzalo Lebrija, donde el artista se retrata como domador de caballos sobre el monumento del mismo nombre en la ciudad de Guadalajara. Un gesto simple pero efectivo, donde el autor se personaliza como parte de lo que ironiza.

De propuestas artísticas que inciden en el espacio público a propuestas que llevan la idea de lo público a lo privado, el sentido del humor que recorre la muestra se presenta como un arma de doble filo: por un lado, invita a la interacción inmediata del público con un tema que conoce, tan inscrito en el imaginario colectivo como presente en los trayectos cotidianos; y por otro, propone la gratificación instantánea propia del espacio virtual, como un camino viable hacia la reapropiación de lo público.

María Fernanda Camarena estudió Artes Visuales en la UDG. Investiga la resonancia entre voces femeninas periféricas a la historia del arte reciente, haciendo uso de herramientas de los estudios de género y la astrología. Trabaja como productora y consultora independiente.

[18 de mayo de 2017]

María Fernanda Camarena

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