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Reseña: Ella, de Spike Jonze

30.01.2014

La contradicción es el precio de nuestra humanidad. Somos inestables y complejos, distantes de la inasible perfección virtual. La inteligencia artificial es incapaz de igualar lo humano y cuando lo logra se enfrenta a su propia destrucción. El mito de Ícaro ha sido reinterpretado mil veces por la ciencia ficción, de H. G. Wells a Asimov, de Mary Shelley a Kubrick o Spielberg.

El cuarto largometraje del estadounidense Spike Jonze, Ella (2013), alimenta esa tradición con una fábula a medio camino entre la comedia romántica y el relato distópico. Su idea de futuro carece de la fascinación primitiva de Metrópolis (Fritz Lang, 1927) pero también del tremendismo legendario de Naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer, 1973) o Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Ahí radica su principal acierto, la verosimilitud en su descripción lineal de lo cotidiano.

Su ciudad futurista es un ejercicio creativo de arquitectura de vanguardia (colaboración destacada de los neoyorquinos Elizabeth Diller y Ricardo Scofidio), con uniformidad tan estética como pasmosa, con ecos de la Babel que hoy se edifica en Dubai. En ese mundo ideal sin preocupaciones materiales, las relaciones humanas son complicadas y desgastantes. Oportunidad de negocio para un nuevo Sistema Operativo, portento de inteligencia artificial que se acopla a la personalidad del usuario tan profundamente que consigue hacerlo sentir compenetrado, envuelto, escuchado. La tendencia tecnológica, entonces, es la proliferación de las relaciones de pareja con las computadoras.

Uno de esos casos es el de Theodore (un convincente Joaquín Phoenix) solitario escritor, inseguro y deprimido por su fracaso matrimonial. Su sistema operativo, “Samantha” (la voz de Scarlet Johansson, siempre efectiva en su papel de sensual y emocionalmente inestable objeto de deseo), se vuelve su ancla emocional y su motivo para superar el duelo amoroso, hasta que colapsa, frustrada ante su incapacidad de ser humana.

La película navega entre el azotado melodrama sobre la imposibilidad del amor entre el hombre y la máquina (sin la complejidad narrativa ni el deslumbrante manierismo de Blade Runner) y una divertida vuelta de tuerca a la comedia romántica, con una jocosa reelaboración del ritual de siempre: idílica visita a la feria, caminata en la playa, descubrimiento gozoso del sexo, plácida rutina, escenas de celos, desconfianza, discusiones e infidelidad. Pero todo entre Theodore y su amada se proyecta como una versión mini celular touch.

Tan delirante como la disfrutable cinta basura Cherry 2000 (Steve De Jarnatt, 1987), en la que un hombre emprende su propia Odisea para reemplazar a su robot sexual descontinuado. Theodore, si no fuera tan apocado, habría hecho lo mismo, pero su personalidad anodina lo envía por la ruta corta al mismo destino: seguir intentando, al viejo estilo, ahora con su deprimida amiga, también abandonada por su galán virtual.


Fernando Mino (1978) es periodista e historiador. Autor de La fatalidad urbana, el cine de Roberto Gavaldón (UNAM, 2007) y de La nostalgia de lo inexistente, el cine rural de Gavaldón (Conaculta, 2011). [email protected]


[30 de enero de 2014]

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