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Lucrecia Martel, Zama, 2017. Still de video.
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Lucrecia Martel, Zama, 2017. Still de video.

Reseña: El sonido de Zama

07.12.2017

David Miklos

En la primera escena de Zama (2017), de Lucrecia Martel, aparece un hombre con saco rojo y tricornio en una playa en la que unos niños semidesnudos, de apariencia indígena, llevan agua en un cántaro. El hombre, que mira hacia la otra orilla, es Daniel Giménez Cacho en su encarnación de Diego de Zama.

En el inicio de la novela que sirve de inspiración a la película, Zama (1956), de Antonio Di Benedetto, un hombre deja la ciudad atrás y va al muelle viejo de una ribera a la espera de un barco que no sabe cuándo llegará. Allí, entre los palos de la construcción venida a menos, se mece el cadáver reciente de un mono.

Mientras que en la novela sabemos que corre el año de 1790, en la película no aparece una marca evidente del tiempo que corre —ni mono muerto en el agua. Y es entonces, apenas transcurridos un par de minutos, cuando sabemos que Martel ha tomado ya un par de decisiones de apropiación, acaso con la sana intención de desmarcarse del libro y concentrarse en su propia versión de la historia.

Narrada en primera persona, la Zama de Di Benedetto es una novela sobre el presente y la espera; el retrato de un hombre incapaz de volver a su origen ni de echar raíces en su nuevo destino, condenado a una errancia ensimismada que lo despojará de sus usanzas y tradiciones hasta fundirlo con la tierra nueva a la que se encuentra atado.

Concentrada en la figura —mejor aún, en el semblante de Giménez Cacho vuelto Diego de Zama, la película de Martel es un ejercicio que reincide en las obsesiones habituales de la directora, en particular los designios del devenir cotidiano y la vida doméstica, aunque ahora en clave de El corazón de las tinieblas (1899) de Joseph Conrad y, acaso, Cabeza de Vaca (1991) de Nicolás Echevarría.

Lucrecia Martel, Zama, 2017. Still de video.

Allí donde Zama, la novela, es una vuelta de tuerca a la novela costumbrista y un acercamiento quizá no deliberado al existencialismo francés de la época que la vio nacer –además de un comprobado clásico que sobrevivió no sólo al abandono del mercado sino a más de una docena de obras menores del Boom latinoamericano (al que Di Benedetto nunca fue convocado)–, Zama, la película, es una obra sin transiciones temporales, un bucle continuo, abierto, en el que su personaje ha sido despojado de la más mínima voluntad, arrastrado hacia su sino. Es difícil, para un lector de Zama, no trazar comparaciones entre novela y film; uno reconoce las escenas elegidas con tacto por Martel, muchas de ellas fundamentales en el libro, si bien el hilado de imágenes se lleva a cabo sin mayores explicaciones. En ese sentido, el espectador ajeno al texto originario sentirá que, lo mismo que le ocurre a Diego de Zama en la pantalla, no hay norte en la brújula ni manecillas en el reloj: el tiempo fluye y refluye, moroso, y el final no parece llegar nunca, hasta que la película, sin más, de pronto se acaba.

Del Zama de Di Benedetto, Martel entresaca frases fundamentales que, más que parlamentos, funcionan como banda sonora, luego como relleno atmosférico. Y es que su Zama, vuelto imagen, es más sonido que luz, como si lo que se le ofreciere al ojo fuera en realidad un añadido a lo que el oído —que es el propio oído de Zama, revestido de Giménez Cacho— escucha.

Tanto en la novela como en la película, Zama, personaje, es incapaz de mirarse a sí mismo; no sólo ha sido despojado de su tiempo y de su origen, sino que también le ha sido negado su reflejo —no obstante, Di Benedetto le ofrece la posibilidad de ser ese cadáver fresco de mono que está ahí, entre los palos del muelle decrépito, bondad que Martel no le cede a su criatura, imposibilitada de mirarse en nuestros expectantes ojos.

David Miklos es escritor. Su novela más reciente es La pampa imposible. Actualmente es profesor asociado de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como director de la revista de historia internacional Istor.

[7 de diciembre 2018]

David Miklos

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