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Robin Campillo, 120 Latidos por minuto (2017). Still de video.
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Reseña: 120 latidos por minuto. El contenido sobre la forma

05.12.2017

Luis M. Rivera

Nahuel Pérez Biscayart es un tipo poco convencional. Da la impresión de no tener una nación única sino muchas. Cambia sin pensarlo de su gutural acento francés a su natal argentino en el flujo mismo de la conversación. Se le nota la ligereza en el habla y en los movimientos corporales; parece flotar. En su discurso esa característica suele encontrar coherencia: asegura que no le importan las preferencias sexuales de cualquier personaje que le propongan actuar; y aunque su filmografía es extensa (casi 50 producciones, entre películas y series) dice haber actuado siempre en donde realmente lo quiso.
Su película más reciente y sin duda la que más reflectores le ha traído —en Francia lo consideran un actor revelación por ella— es 120 latidos por minuto de Robin Campillo (en original, 120 battements per minute). La cinta, quizás principalmente por cuestiones temáticas, fue parte de la selección oficial en la competencia del pasado Festival de Cannes y ganó el Gran Premio del Jurado (Grand Prix). En su forma la película es consistente, pero no más que una cinta promedio de manufactura francesa. En su tono de búsqueda de un público joven, hereda incluso elementos como la música y los colores, de su antecesora inmediata en cuanto a notoriedad dentro del mismo festival: Raw de Julia Durconau (Premio FIPRESCI en la Semaine de la Critique 2016).

Robin Campillo, 120 Latidos por minuto (2017). Still de video.

¿Y, entonces? Entonces es cuando Nahuel parece el punto de ruptura y lo más valioso de la cinta. Un grupo de actores franceses interpretan una etapa de la sección parisina de ACT UP, una organización fundada en 1987 en Nueva York que defiende los derechos de personas con sida, y específicamente los de orientación sexual distinta de la heterosexual. Es en ese escenario donde el argentino —de apariencia, incluso, más francesa— entra como elemento de aporte distintivo a la película. Un personaje que flota en el salón donde se reúnen los activistas. Un personaje al que le importa poco la cursilería que la causa le pueda traer. Un personaje que, incluso en su etapa terminal, intenta ser coherente.

Robin Campillo, 120 Latidos por minuto (2017). Still de video.

En 120 latidos por minuto Robin Campillo aparece en pantalla como lo que es: un sólido guionista. Basta echar un ojo a La clase (Laurent Cantet, 2008) y a la serie Les Revenants para comprobar que, cuando se pone frente a la hoja en blanco y no detrás de la cámara, el resultado final se catapulta hacia otro nivel. Sin embargo, es quizás al mismo tiempo uno de los pocos que pudo hacer esta película; este ejercicio de conjuntar una idea con los elementos técnicos y actorales y hacerlos funcionar, más allá de cualquier clase de genialidad artística. Campillo, su coguionista y su productor, fueron miembros activos de ACT UP en la etapa que retrata la cinta, hecho que en sí mismo resulta representativo si lo que se pretendía era acercarse a una fidelidad del momento y causa —y muy probablemente, esa fue la intención.

Robin Campillo, 120 Latidos por minuto (2017). Still de video.

Hay películas que están dispuestas a sacrificar la pureza cinematográfica en pos de manufacturar un discurso contundente frente a la pantalla. Y si bien eso habría que preguntárselo al director, hechos como que Adèle Haenel (una actriz en plena etapa de reconocimiento público) sea una de las protagonistas —y que al mismo tiempo parezca no encajar dentro del grupo como sí lo hacen todos los demás—, hacen creer que la repercusión en el debate público era lo que buscaba Campillo. Y es casi innegable que así lo será; la cinta no hubiese sido la misma si la preocupación por la forma cinematográfica fuera un elemento por encima de todos los demás.
Pérez Biscayart asegura que el guión y cada palabra fueron extensamente trabajados. Sin embargo, al momento de filmar, las exigencias no fueron en pos de una pulcritud de la imagen. La absorción en el tema había llegado a tal nivel que bastaba comenzar a conjuntarse y hacer circular la maquinaria preparada para que la cámara captara lo que tenía que captar. No había un ritual de filmación exquisito, sino que se trató de un ejercicio documental sobre un grupo de actores convencidos por una causa.

Robin Campillo, 120 Latidos por minuto (2017). Still de video.

Es cierto que ya existen documentales como How to Survive a Plague y United in Anger: A History of ACT UP que retratan la problemática de manera concisa. No obstante, y para su infortunio, el orden de la industria cinematográfica dicta que esos productos no lleguen a ojos más allá de los que rondan en los festivales de cine, y mucho menos los de una distribución fuera del país en donde fueron manufacturados —que la hayan logrado en el propio es ya toda una proeza. Por tanto, la ficción y 120 latidos por minuto juegan un papel mediático que facilita el acceso al tema a personas que de otra manera no lo habrían conseguido. ¿Necesario? Quizá no para todos —pero, ¿qué película goza de ideales aprobados por unanimidad?

Robin Campillo, 120 Latidos por minuto (2017). Still de video.

Ciertamente la cinta de Campillo apela a un carácter emocional —es quizá la manera que él encontró para plantear su perspectiva. Sin embargo, más allá de debates estéticos y de estructura, la película funciona para evidenciar un problema que puede alcanzar otros niveles de lectura: la marginación, las contradicciones a las que cualquier grupo activista se expone y, por supuesto, la tremenda fragilidad que la muerte es capaz de suscitar.

 

Luis M. Rivera es periodista y gestor cultural. Trabaja en el Festival Internacional de Cine de la UNAM, es co-fundador de la plataforma crash.mx y colabora con proyectos de distribución cinematográfica.

[5 de diciembre de 2017]

Luis M. Rivera

Periodista y gestor cultural. Trabaja en el Festival Internacional de Cine de la UNAM, es co-fundador de la plataforma crash.mx y colabora con proyectos de distribución cinematográfica.

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