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Mathias Goeritz, Museo Experimental El Eco (1953).

Vidrios rotos. La toma de El Eco

Opinión 16.01.2018

María Minera

A partir de la toma del Museo Experimental El Eco, María Minera reflexiona sobre el significado de lo experimental y el papel de los museos.

Cualquier invasión mía

en el campo del arte

es y ha sido un experimento

y nada más.

 Goeritz, 1984.

No cabe duda de que Mathias Goeritz hizo y dijo cosas interesantísimas, ni de que muchas veces fue sumamente experimental. También luego se volvió medio loco y en pos de «recuperar una fuerza espiritual perdida» se puso a hacer unos Cristos muy feos y ahí lo perdimos. Hasta alabanzas le llegó a hacer a Dios: «¡Necesitamos fe! ¡Necesitamos amor! ¡Necesitamos a DIOS! ¡DIOS significa vida!», escribió en 1960. Pero es precisamente en sus escritos —algunos francamente incendiarios— donde es posible hallar infinidad de ideas deslumbrantes, y hasta visionarias. En una de las Advertencias que publicó en 1961, por ejemplo, se pregunta «cómo tiene que ser un arte que corresponda a un tiempo» que, como el suyo, ya parecía transcurrir a toda velocidad: «A principios de este mes de abril», relata «todo el mundo miraba fascinado hacia la jaula de cristal de Adolf Eichmann, el cual, acusado de seis millones de muertes, lleva un récord escalofriante. Unos días más tarde ya nadie se interesó en él. El récord del astronauta Yuri A. Gagarin le había robado la atención del público. Pero solamente para dos o tres días puesto que, desde ayer, el triunfo de Fidel Castro sobre los invasores es lo que ‘conmueve’ al mundo. Mañana será otra cosa». Hoy la pregunta por el tipo de arte que podría vérselas con un tiempo en que la conmoción dura ya no dos o tres días, sino dos o tres minutos, vuelve, claramente, a tener pleno sentido. Y también de nuevo es pertinente —de una manera casi chusca, si se quiere— aquello que escribió en el 63, cuando haciendo un recuento de los esfuerzos diversos que en la época hacían los artistas para «salvar al arte», observó que es innegable «que todas estas tendencias persiguen, en el fondo, el mismo fin: romper las ventanas del salón sofocante de la estética y disipar un aire maloliente, puesto que el intento de abrirlas pacíficamente parece haber fracasado». Clarividencia pura, si tenemos en cuenta lo que ocurrió hace unos días con el ventanal del que fuera su museo, El Eco, que, literalmente, fue estrellado a pedradas por un grupo de «jóvenes» (y me permito robarle a Goeritz las fantásticas comillas) que consideraron oportuno disipar el aire, para ellos, pestilente, de un recinto que lleva en el nombre el pecado: experimental, lo que, a su parecer, hace mucho que no es.

 

Después de que los dadaístas […] creyeron haber destruido todos los vidrios de un golpe, vinieron los surrealistas, los abstraccionistas, los neo-realistas y, sobre todo, la gran masa de artistas individualistas y personalistas y parcharon las roturas. Hasta que llegó otra generación de «jóvenes», los de hoy, que se sintieron nuevamente sofocados, y volvieron a romper […] vidrio por vidrio del anticuado saloncito.

Goeritz, «Zero», 1963.

 

Así las cosas, aquí ni intento hubo de abrir las ventanas pacíficamente. Después de saltar la barda de Sullivan, el grupo —autodenominado «Los hemocionales»— se fue directo contra la famosa «ventana-puerta», como la llamaba Goeritz, que separa el patio de la sala principal del museo, para entonces proceder a tomar el espacio y, como declaró uno de ellos, «permanecer». Sin embargo, con la llegada de la policía y el relajo que se armó enseguida, la misión acabó siendo habortada de manera precoz, y a los pocos minutos los hinsurrectos estaban de nuevo fuera del museo alguna vez hexperimental. Y ahora hasta la cárcel casi van a ir a parar, pues la HUNAM está muy enojada.

Toma de El Eco. Museo Experimental El Eco.

Una de las pocas fotografías del evento, tomada por Sonia Ávila para Excélsior.

Juan Caloca, el único de los cuatro artistas que entraron a El Eco que dio su nombre y habló con la prensa, dijo que estaban «pensando en qué son las instituciones hoy en día y en especial ésta que se dice experimental y creemos que la dirección de hoy no es en lo absoluto experimental, y decidimos tomarla».i Y la directora del lugar, Paola Santoscoy, respondió —todo según Excélsior— que «experimental no necesariamente significa radical. La definición de experimental, que pueden ser muchas, tampoco es necesariamente su manifestación violenta. […] Hay un problema básico teórico en cuanto a querer imponer una noción de experimental que es la de ellos». Totalmente de acuerdo. Con ambos. El Eco no es un museo experimental (como tampoco el Laboratorio de Arte Alameda es un laboratorio ni, ya en esas, el Museo Soumaya un museo; casi es un Sanborns). Pero, ¿realmente querríamos que El Eco fuera un espacio de experimentación? ¿Eso qué podría significar? Es decir, coincido en que el papel de los museos puede, y debe, ser discutido, con urgencia, en algunos casos, pero también entiendo lo peliagudo del problema: ¿discutido en los términos de quién? ¿De los rompeventanas? Lo dudo. Perdieron su oportunidad al abandonar las metáforas.

En efecto, como advertía Goeritz, no siempre se puede actuar de manera pacífica. A veces nos sentimos sofocados. HARTOS. El panorama de exposiciones de esta ciudad se ha vuelto borroso, grisáceo, perfectamente olvidable. No entusiasma a nadie. O eso parecería, pues ya no se oye hablar de arte —sólo de bisutería. Es como si a nadie le importara un comino lo que los artistas están queriendo decir, a menos que involucre un drama emocio-nacional. Tal vez son los museos, que perdieron su filo (¿alguna vez lo tuvieron?). Tal vez los artistas (con sus honrosas excepciones, desde luego: como aquella ocasión prodigiosa en que, gracias a Terence Gower, pudimos ver a una cantante de góspel desplazarse con una elegancia fuera de este mundo por los espacios, justamente, de El Eco, y entonar, como una joven Jessye Norman, las palabras del Manifiesto de la Arquitectura Emocional). Tal vez somos nosotros y nuestras emociones atrofiadas. Nuestro anémico nivel de atención. Nuestras causas fugaces. Nuestro espejito espejito. Lo que sea. Con más razón, habría sido increíble atestiguar la toma del Eco, si ésta hubiera sido brutalmente experimental. Pero no. Nada más convencional que aventar una piedra o más rancio que saltarse la barda y entrar a trompicones, en nombre de la revolución. Ni a una cantina se puede entrar ya así, caray. Y nomás porque sí, porque estábamos pensando. Porque tenemos hemociones y nosotros sí sabemos cómo son las cosas. Ay, nos orillan a la nostalgia. En otro tiempo, para empezar, los artistas habrían entrado por la puerta. Como Takis, un artista griego del que ya nadie se acuerda, que decidió entrar al MoMA en 1969 para robarse su propia obra, pues consideró que el museo tendría que haberle pedido permiso para mostrarla, aunque la hubiera comprado años atrás. Eso dio pie, ni más ni menos, que a la creación de la mítica Coalición de Trabajadores del Arte, que peleó por derechos importantísimos de los artistas. ¿Por qué no llegar al fondo de la experimentación en la protesta pública —y estoy hablando de arte, obviamente—, en lugar de contentarse con algo tan intrascendente como hacer un berrinche dizque performático? Ay, el pobre performance se ha vuelto la coartada de toda clase de acciones desatadas por la frase «estábamos pensando».

«Escultor retira pieza de exposición de Museo Moderno». Imagen tomada de Takis-Kete.com

«Los artistas buscan desesperadamente establecer la COMUNICACIÓN. Quieren sacar al público de su acostumbrada pasividad frente a la obra de arte y volverlo cómplice activo», escribió Goeritz en el 69. Es de suponer que eso es lo que estaba detrás de las pedradas. Y hasta cierto punto, podríamos entenderlo. Lo grave, o lo triste, es que la toma fugaz de El Eco se acerca peligrosamente a una nota publicada semanas atrás en el Proceso, donde se acusa al Museo Tamayo, básicamente, de trabajar para las principales galerías mexicanas. Los extremos se tocan, me temo, pues además de la falta de imaginación, lo que Los hemocionales acaban teniendo en común con Blanca González, paranoica profesional, es la negación del trabajo, bastante terrorífico, que los directores de los museos de arte contemporáneo tienen que hacer para más o menos poder presentar un programa decente. Claro que a estas instituciones les haría bien ponerse a experimentar un poquito de vez en cuando, porque se están volviendo predecibles; claro que podríamos discutir el perfil de cada una, porque su atención está puesta casi en las mismas cosas (mismos públicos, misma perspectiva, mismos asuntos). Ojalá lo hiciéramos. Pero la pedrada pega igual si viene de la mano de un grupo de artistas alternativos que de una crítica con complejo de contadora pública: ambos están pidiendo —aunque no lo hayan pensado bien cuando «estaban pensando»— una cabeza de director de museo. «Creemos que la dirección de hoy no es en lo absoluto experimental», dicen unos; «[la de Juan Gaitán es] una contratación que más parece haber sido realizada por las galerías y la socialité vinculada a los patronatos y el mercado, que por una institución financiada por los ciudadanos»,ii dice la otra.

No es la primera vez que un artista piensa que un director de museo está haciendo mal su trabajo y debe empezar de cero o, incluso, renunciar. Recordemos el episodio patético en el que Arturo Rivera se emberrinchó, como acostumbra, porque el entonces director del Museo Tamayo, Osvaldo Sánchez, no mostró particular interés en llevar a cabo la presentación del catálogo de una exposición suya (entre otras cosas, porque la muestra había tenido lugar en el Museo del Palacio de Bellas Artes y no en el Tamayo) e hizo que Sari Bermúdez, presidenta del hoy extinto CONACULTA, básicamente, lo despidiera por eso. Por supuesto que no es lo mismo pedir por los intereses avariciosos de uno que clamar por el bien común (en este caso, las delicias de la experimentación, digamos). Pero todo acaba pareciéndose cuando la petición, insisto, se hace no con la gracia de un buen experimento artístico sino a pedradas.

Difícilmente diríamos que el arte contemporáneo esté amenazado a estas alturas. Pero cuidado, siempre puede pasar que llegue un director que, como Blanca González (y Rivera, y Lésper, y tantos otros que andan despotricando por ahí), esté convencido de que los museos como el Tamayo y El Eco «tienen muy poco público en sus salas» (cosa falsa), en parte porque no informan ni contextualizan «los significados, valores, estereotipos y absurdos de las obras» que exhiben, y entonces nos metan por todos lados la colección del Milenio.

Seguramente cada quien tiene, o podría tener, un museo imaginario experimental en la cabeza. Y es probable que ese museo no se parezca mucho al Museo Experimental El Eco. Sería interesante, como ejercicio, reunir esas propuestas en algún lugar y, quién sabe, tal vez algún director podría querer echarles un ojo. O no. Los vidrios rotos tienen, por supuesto, su lugar importante en la historia del arte (empezando por El gran vidrio y siguiendo con esto). Pero me temo que los pedazos de cristal de «la única ventana-puerta» de El Eco pasarán directamente al desván de las cosas, si no olvidadas, que dan penita. Lástima.

 

i «Artistas tomaron una hora el Museo Experimental El Eco», Excélsior, 8 de enero del 2018. Disponible en http://www.excelsior.com.mx/expresiones/2018/01/08/1212236#view-1

ii Blanca González Rosas, «Los privilegios del director del Museo Tamayo», Proceso, 26 de diciembre del 2017. Disponible en http://www.proceso.com.mx/516340/los-privilegios-del-director-del-museo-tamayo

 

María Minera

Crítica e investigadora independiente. Desde 1998 ha publicado reseñas y ensayos en una diversidad de revistas culturales y medios como El País, Letras Libres, La Tempestad, Otra Parte y Saber Ver, entre otros). Actualmente trabaja en el libro Paseo por el arte moderno, una introducción al arte del siglo XX para jóvenes lectores (Turner).

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«Escultor retira pieza de exposición de Museo Moderno». Imagen tomada de Takis-Kete.com