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Alejandro González Iñárritu, Enrique Peña Nieto y Donald Trump
Alejandro González Iñárritu (México, 1963). © EFE
Enrique Peña Nieto y Donald Trump (2016). Fotografía tomada del sitio Digitall Post
Enrique Peña Nieto y Donald Trump (2016). © AFP / YURI CORTEZ
Enrique Peña Nieto y Donald Trump (2016). Tomada de sinembargo.mx
Publicación de Enrique Peña Nieto en su cuenta de Twitter. Tomada del Twitter @EPN
Enrique Peña Nieto felicita a Alejandro González Iñárritu tras ganar el Oscar por Birdman (2015). Tomada de cinepremiere.com.mx
Alejandro González Iñárritu, El Renacido (2015)
Alejandro González Iñárritu, El Renacido (2015)
Alejandro González Iñárritu, Birdman (2014)
Alejandro González Iñárritu, Birdman (2014)
Donald Trump (N. Y., EUA, 1946), candidato la presidencia de E. U. A. (2016) © Ethan Miller / Getty Images
Hanksy, Dump-Trump (2016)
Hanksy, Dump-Trump (2016)

Opinión: ¿Quién representa a México? El repudio de Iñárritu a EPN

07.09.2016

“La invitación de Enrique Peña Nieto a Donald Trump es una traición”, escribió el cineasta Alejandro González Iñárritu en un artículo publicado en el diario español El País. La polémica decisión política de Peña, al recibir en Los Pinos al odiado candidato a la presidencia de EU, ha provocado que el autor de Amores perros, Birdman y The Revenant repudie su gestión: “Tras este acto y como ciudadano mexicano, Enrique Peña Nieto no me representa más”. ¿Qué significa esta declaración? ¿A quién representan los cineastas y otros creadores? ¿Cuál es la relevancia de su postura política?

El vínculo entre política y cultura en México es añejo, podemos rastrearlo hasta el inicio de los regímenes de la posrevolución e incluso más atrás. No ha sido nunca una relación tersa, ha implicado un complejo sistema de mecenazgo gubernamental a cambio de una utilización, en ocasiones facciosa, de las creaciones artísticas (como ejemplo canónico podemos citar las obras murales de Rivera, Orozco, Siqueiros, O’Gorman, etcétera, cima del arte mexicano y clave esencialista para legitimar a los regímenes priístas).

A finales del siglo pasado —institucionalizados los apoyos estatales a la creación artística y en medio de una crisis de identidad nacional profunda— tomó fuerza la idea de instrumentalizar la creación cultural para adaptarla a los criterios de gestión neoliberal. Según esta visión, los productos culturales son activos intangibles, una variable para posicionar bienes, servicios y mercados. La cultura hace las veces de marketing de los intereses nacionales mientras que los creadores son un conjunto de influencers para impulsar una cierta narrativa. Es lo que el politólogo estadounidense Joseph Nye llama “poder suave”, la capacidad de persuasión que tiene una sociedad para mostrarse atractiva y, en esa medida, acreditada frente a otras sociedades.

La cultura que importa, desde esta perspectiva, es la que tiene resonancia hacia el exterior, pues ayuda a crear una Marca México susceptible de ser aprovechada en campañas turísticas o de atracción de inversiones.

La estrategia del “poder suave” ha sido desarrollada, con altibajos y errores de gestión, desde el inicio del siglo en México. Uno de sus frutos más lucidores es la bonanza cinematográfica reciente. La sistemática inversión estatal en producción que hizo renacer a una industria muerta y enterrada no obedeció a criterios económicos o culturales sino diplomáticos: construir una narrativa fílmica reconocible y reconocida en los circuitos internacionales, como una manera de posicionar la Marca México.

Amores perros fue un temprano primer triunfo de ese plan. El campanazo del filme en el Festival de Cannes de 2000, donde ganó la Semana de la Crítica, fue aprovechado por Alejandro González Iñárritu para cimentar una carrera ascendente en la que supo combinar su talento publicitario y su ojo para la espectacularidad. Y se transformó en un personaje influyente, que acrecienta su poder suave con cada nuevo triunfo; su opinión está validada con sus dos premios Óscar y su condición de mexicano victorioso en Estados Unidos, nada menos.

Escritores, músicos, pintores, científicos y cineastas mexicanos constituyen un sólido dique cultural que contiene, reinterpreta y filtra hacia el exterior una realidad política complicada y a menudo adversa. El saldo de sus opiniones, incluso más que sus obras —muchas veces dirigidas a una audiencia de élite—, define el estado de la Marca México y su narrativa. La postura reciente de González Iñárritu simboliza el rompimiento, que se viene gestando desde hace por lo menos un par de años, entre el poder suave y el poder político, evidencia del precoz fracaso del proyecto gubernamental de Peña Nieto, por ahora incapaz de dar respuestas creativas a la abrumadora ola de desaprobación e incluso indignación que priva en la sociedad civil.

 

 

Fernando Mino es periodista e historiador. Autor de La fatalidad urbana: El cine de Roberto Gavaldón (2007) y La nostalgia de lo inexistente: El cine rural de Gavaldón (2011).

 

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