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Secretaría de Cultura, antes Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Rafael Tovar y de Teresa, Secretario de Cultura
SIT_AC XIII. Fase 3: Mesa de reflexión, Razón política de la gestión cultural del Estado, moderada por María Minera (2016). Tomada del twitter del PAC
Imagen posterior al anuncio de la Secretaría de Cultura. Tomada de institutoculturaldeleon.org.mx
Pinto mi Raya (Mónica Mayer y Victor Lerma), Con el FONCA y sin el FONCA (2013). Cortesía de los artistas.
Marcela Armas, Resistencia (2009). Cortesía de la artista

Opinión: Pasado y presente. ¿Hacia dónde va la Secretaría de Cultura?

24.10.2016

Siempre es útil pensar en el presente como si fuera el pasado. Por ejemplo, ahora, que estamos pasando, en teoría, de una manera de concebir la gestión cultural por parte del Estado a otra. Sí, en teoría, porque todavía no queda para nada claro que vayamos a llegar de veras a otra parte, o si en vez de umbral se trata de una puerta giratoria que nos va a devolver exactamente al mismo lugar en el que estábamos —con la sola diferencia de que en el ínterin alguien corrió a cambiar el letrero de la entrada, que ahora ya no es Consejo sino Secretaría. Para tener más pistas, insistimos, vale la pena tratar de imaginar lo que estamos viendo en este momento como si hubiera pasado diez o veinte años atrás.

Entonces podríamos decir algo así: fue a finales de 2015 cuando el presidente en ese momento, Enrique Peña Nieto, decretó clausurada una etapa más de una historia que, según dijo, había comenzado “en 1825, con la fundación del Museo Nacional (…), y que continuó con la creación de la SEP, en 1921, el INAH, en 1938, y el INBA, en 1946”, hasta llegar, finalmente, al establecimiento del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en 1988. Este último, a decir del presidente, debía dar paso, en una fase, digamos, superior, a “un organismo fortalecido e integrador del conjunto de instancias culturales federales, para multiplicar el amplio programa de acciones”, que habrían de permitir “atender con oportunidad, eficacia y eficiencia la riqueza y diversidad cultural nacional”. Cosa que se pensaba que ya hacía, mal que bien, el Conaculta. Tampoco quedaba claro entonces por qué, si al presidente le parecía que aquella instancia no había cumplido a cabalidad con sus tareas como rectora de la política del Estado en materia de cultura, le parecía, uno, que la Secretaría —que en el fondo no era más que un Conaculta grandote, con una estructura todavía más vertical y centralizada que la que de por sí ya había y una burocracia multiplicada por mil— sí podría con el paquete, y, dos, que el que hubiera estado tres veces a cargo de tal entidad, Rafael Tovar y de Teresa, a quien el presidente se apresuró a dar el título de primer Secretario de Cultura, ahora sí iba a estar a la altura. Por meses no se supo nada acerca de qué, realmente, iba a distinguir a la Secretaría del Conaculta; ni a qué programas, actores y modelos afectarían directamente los cambios. Tampoco se hizo, por largo tiempo, un análisis desmenuzado de cómo el ejercicio presupuestal respaldaría esta supuestamente nueva política cultural. Y, tristemente, permanecieron inexistentes los planes de trabajo concretos, ya no digamos a largo, ni siquiera a corto y mediano plazo.

El gobierno dejó circular tímidamente algunos textos por aquel entonces en los que la vaguedad era tal que nadie pudo sacar de ahí conclusión alguna, más allá de la inquietud que provocaba encontrarlos plagados de párrafos bochornosos, que no hacían sino poner en evidencia que, detrás de las ganas de modernizar la institución, se escondían unos férreos principios que se empeñaban en seguir entendiendo las artes como se hacía en el siglo XIX. Es decir, que por un lado, se exaltaba la imposibilidad de “ver la tarea cultural como hace quince o veinte años”, lo que obligaba “a reimaginarla, a entender e interpretar nuestra época”, mientras que, por otro, se establecía que a la Secretaría de Cultura le correspondía “el despacho del siguiente asunto: Cultivo, fomento, estímulo y difusión de las bellas artes en las ramas de la música, las artes plásticas, las artes dramáticas y la danza, las bellas letras en todos sus géneros y la arquitectura”. Quedó así muy claro para muchos que ni la más habilidosa cirugía estética iba a conseguir rejuvenecer a esta institución empeñada en seguir llamando bellas a las artes; en un momento en que, por cierto, nadie que estuviera más o menos en sintonía con su tiempo (y hubiera pisado alguna vez un museo o ido a ver una obra de teatro o abierto un libro de poesía contemporáneos, o, simplemente, hubiera salido alguna vez a la calle), lo seguía haciendo. Irritación despertó también la insistencia en llamar plásticas a las artes visuales (y pasarían todavía muchos años antes de que los funcionarios públicos lograran extirpar de sus cerebros la idea, enraizada como pocas, de que la pintura y el arte eran una y la misma cosa). Y ni qué decir de lo que provocó lo de las bellas letras. ¿Qué iba a ser de las feas, se preguntaba todo el mundo? La inseguridad y la alarma que ésta y otras declaraciones generaron entre la comunidad fueron creciendo pues ya se veía que, en la práctica, la Secretaría seguiría rigiéndose, y por muchos años, por preceptos más parecidos a los que conducían las labores del Museo Nacional, fundado en el recién estrenado México Independiente, que a los de una institución del siglo XXI.

Y no mejoró mucho la cosa cuando, por ahí de septiembre de 2016, se filtró un supuesto organigrama de la Secretaría donde, ay, no se hacía mención alguna del FONCA. Y en cambio se amenazaba con crear una serie de oscuras oficinas concentradoras desde donde se controlarían áreas inmensas como publicaciones y festivales. Con lo cual, los museos, por ejemplo, dejarían de producir sus propios catálogos, pues un despacho vigilado muy de cerca por el mismísimo Secretario se encargaría de publicar lo que hiciera falta. Ya sabemos que a los mexicanos se les da muy bien eso de construir pirámides. Y ya el colmo fue que, a meses de inaugurada la Secretaría, Hacienda anunció un recorte al presupuesto de cultura del 30%.

Para los expertos pareció evidente, entonces, que la creación de la Secretaría no pasaba de ser una medida de orden administrativo que se quedaba muy corta en su entendimiento de la cultura, y del país. No parecía haber ahí nada más que una serie de reformas a la ley orgánica de la administración pública, sin un planteamiento claro de legislación paralelo. Había, pues, mucho que debía precisarse. Por ello, a lo largo de 2016 la discusión se centró en la necesidad de crear una Ley General de Cultura. La Comisión de Cultura y Cinematografía (curiosamente, en esa época la cinematografía no era considerada todavía parte de la cultura) de la Cámara de Diputados convocó a unas audiencias públicas en que políticos y funcionarios dizque escucharon a un grupo de destacados creadores, pero sobre todo hicieron lo que saben hacer mejor: escucharse a sí mismos. Así, se explayaron en discursos y peroratas (en los que se felicitaban unos a otros por hacer tanto por la cultura, porque en México “hay mucho más que sol y playa”, según dijo un gobernador), y a éstos siguieron otros discursos y peroratas, pero esta vez de los creadores destacados, que hicieron lo que mejor saben hacer: hablar de poiesis y techné y marear a todo el mundo (sobre todo al transcriptor de las audiencias, para el cual poiesis seguro tenía que ver con pollos). Recordemos que en ese tiempo el presidente de la comisión de cultura era Santiago Taboada, un por entonces joven panista que se decía “universal en sus gustos musicales” y, por lo visto, particular en los teatrales, pues por aquel entonces confesó no haber visto ninguna obra que no fuera El rey león en varios años. Así que no es de extrañar que nada se desprendiera realmente de esos foros, y que más bien quedara preocupantemente abierta la posibilidad de que la Ley de Cultura terminara siendo redactada al vapor y con ideas suficientemente ambiguas como para que, al final, los políticos y funcionarios la usaran, como todo, a discreción.

Mientras tanto, la comunidad de creadores de arte (como gustaban llamarle algunos cursis a la dispersa, asimétrica tropa de artistas y escritores y músicos y actores y coreógrafos y bailarines que vagaban sin demasiado público por el país) se mantenía, cómo no, alerta y encendida. Aunque decir alerta quizás sea decir demasiado: atenta, digamos, y no precisamente a las novedades de la Secretaría y de la política cultural que habrían de definir las condiciones materiales de la producción artística del país –atenta al pasajero escándalo del momento: que el anillo hecho con los restos de Luis Barragán, que la última antología de poesía oficial, que las pedanterías de un tal Nicolás Alvarado. Tampoco es exacto decir encendida: digamos mejor irritada, intermitentemente irritada, virtualmente irritada, lista para estallar de vez en vez en tuits y solidarios mail threads.

Fue también entonces, bajo el auspicio del SITAC y de la revista Horizontal, que dos ingenuos decidieron circular un árido, extenso, trabajoso cuestionario sobre la política cultural mexicana entre cientos de creadores y gestores culturales, y una vez hecho eso se sentaron a esperar que llegaran cientos de informadas y comprometidas respuestas que, en conjunto, terminarían por dibujar un implacable diagnóstico del aparato cultural mexicano y por construir un razonado discurso –o dos o tres– sobre el estado y el futuro de la cultura en México. Esperaron y esperaron y esperaron y al final llegaron, no sin ruegos de por medio, 23 respuestas: valientes, críticas, inteligentes, pero solo 23.

Las explicaciones del porqué de esos pobres resultados sobran. La más obvia: que el cuestionario era una lata –largo, técnico, repetitivo. Pero también, por qué no, que el aparato cultural mexicano era ya a esas alturas el éter en que los artistas mexicanos vivían y morían, y no podían ya verlo y mucho menos pensarlo críticamente y aún menos imaginar otras alternativas; o que, al final del día, y como aseguraban algunos, el sistema de becas y apoyos sí terminaba por silenciar a algunos creadores y por volver cautelosos a otros muchos, quienes, antes que arriesgar un comentario crítico en público, preferían gastar la furia en la sobremesa; o que, en el fondo, buena parte o, quizás, la mayor parte de la comunidad de creadores estaba, en general, satisfecha con el estado de la política cultural mexicana y a lo mucho la quería más grande: más recursos, más becas, más de lo mismo. De un modo u otro, y ya dejando de lado el dichoso cuestionario, lo cierto es que aquel 2016 los agentes y gestores culturales no pudieron, no supieron, discutir y mucho menos reconfigurar la política cultural del país; y diez, o veinte, años después aquí seguimos: con una Secretaría de Cultura aún borrosa, sin una Ley General de Cultura y padeciendo, claro, el undécimo recorte al presupuesto.

Pero volvamos al presente, que por un rato nos hemos obstinado en pensar como pasado. Volvamos a este primero de octubre de 2016, aquí y ahora, cuando estamos todavía a tiempo de discutir de veras lo que nos atañe a todos. Y así empezamos. O seguimos.

 

Este texto fue leído el pasado 1 de octubre en la Universidad de las Américas Puebla, durante la tercera fase del Simposio Internacional de Teoría sobre Arte Contemporáneo.

 

María Minera es crítica e investigadora independiente. Desde 1998 ha publicado reseñas y ensayos en una diversidad de revistas culturales y medios, como El País, Letras Libres, La Tempestad, Otra Parte y Saber Ver, entre otros). Actualmente forma parte del cuerpo docente de SOMA y trabaja en el libro Paseo por el arte moderno, una introducción al arte del siglo XX para jóvenes lectores (Turner).

Rafael Lemus es escritor, crítico literario y editor. Autor de los libros Informe (Tusquets, 2008) y Contra la vida activa (Tumbona, 2008).

 

 

[24 octubre 2016]

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