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Rafael Lozano-Hemmer, Blow Up (2007). Vista de instalación. © Alejandra Vázquez
Rafael Lozano-Hemmer, Blow Up (2007). Vista de instalación
Rafael Lozano-Hemmer, Blow Up (2007). Vista de instalación en Buenos Aires (2012)
Yayoi Kusama, Infinity Mirrored Room (2013). Vista de instalación en Museo Tamayo (2015)
Yayoi Kusama, Infinity Mirrored Room (2013). Vista de instalación en Museo Tamayo (2015)
Yayoi Kusama, Infinity Mirrored Room (2013). Vista de instalación en Museo Tamayo (2014-15)
Bruno Ribeiro, Real Life Instagram (2013-). Cortesía del artista
Bruno Ribeiro, Real Life Instagram (2013-). Cortesía del artista
Bruno Ribeiro, Real Life Instagram (2013-). Cortesía del artista
Bruno Ribeiro, Real Life Instagram (2013-). Cortesía del artista
Richard Prince, Untitled (Portrait) (2015). Fotografías creadas con imágenes de Instagram. © Richard Prince
Richard Prince, Untitled (Portrait) (2015). Fotografías creadas con imágenes de Instagram. © Richard Prince

Opinión: El espectador como productor. Sobre el ciudadano creativo

05.04.2016

Las imágenes que circulan en redes sociales a menudo son realizadas por ciudadanos que no tienen pretensiones artísticas, pero que articulan discursos sociales o estéticos muchas veces brillantes. ¿Cuáles son las implicaciones artísticas de este fenómeno?

I

Casi siempre que un intelectual se ocupa del espectador termina por demostrar que tiende a la derecha. El caso más emblemático fue Theodor W. Adorno, ese marxista que despreciaba sin ambages todo lo que se originaba en el proletariado, menos las huelgas. El hilo se extiende ampliamente y, por ejemplo, en México, en tiempos recientes, ha tenido uno de sus capítulos más tristes en las pésimas lecturas —en el mejor de los casos, incompletas– que se han hecho de «El espectador emancipado», un ensayo caótico y contradictorio de Jacques Rancière que en la parte inicial habla de dos maneras de sacar al espectador de un letargo especulativo (la primera es arrancarlo «del embrutecimiento del mirón fascinado por la apariencia e invadido por la empatía» mediante algún enigma al que deba encontrarle sentido; la segunda es la abolición consciente de la distancia entre observador pasivo y el creador1) y en la parte final reconoce que, al leer las cartas de unos obreros del siglo XIX durante una investigación descubrió que el espectador siempre está activo y que

[e]n la capacidad de asociar y disociar es donde reside la emancipación del espectador, es decir, la emancipación de cada uno de nosotros como espectadores. Ser espectador no es una condición pasiva que haya que cambiar por la actividad. Es nuestra situación normal. Como espectadores aprendemos y enseñamos, actuamos y conocemos al vincular a cada instante lo que vemos con lo que hemos vivido y dicho, hecho y soñado.2

Rancière llegó muy tarde a la discusión, en 2008. Ya había habido antecedentes muy interesantes, por ejemplo, la primera versión de «Codificar/Decodificar» (1973) de Stuart Hall —por cierto, uno de los fundadores de la New Left Review— y Apocalípticos e integrados (1964) de Umberto Eco —otro texto leído de manera aberrante en nuestro país. ¿Por qué entonces el ensayo de Rancière tuvo tanto impacto? Tal vez porque está argumentado desde el “Arte” y no desde los medios de comunicación como prácticamente todos sus antecedentes. Quizá también porque al convertir el título del ensayo en un concepto —inexistente en la obra del filósofo— se tiene un arma para defender la institución del “Arte” desde su propia lógica: el artista es quien liberará al espectador de las cadenas de la imbecilidad que ha mamado —naturalmente del “espectáculo”— desde niño. Para sostener una lógica así los espectadores activos estorban, quizá por eso se ha obliterado la parte más reveladora del texto.

 

II

El “Arte” es muchas cosas, una utopía, una serie de preguntas, una serie de prácticas creativas y sociales, pero en su médula es una de las instituciones más sólidas de la cultura occidental, junto con el ejército, la iglesia, la universidad y el mercado. Como cualquier otra institución, el “Arte” tiene:

  • instalaciones (museos, cines y teatros, festivales y ferias, etc.),
  • prácticas sancionadas (“artes” visuales, “artes” escénicas, arquitectura, literatura, música, cine),
  • burocracia (statements, entrevistas y pechakuchas, estancias y becas, premios, textos curatoriales, etc.),
  • una estructura jerárquica que distingue entre quienes se encuentran en el interior sistema (artistas, curadores y programadores, críticos y estudiosos, etc.) y quienes no (espectadores).

También, como toda institución ha construido una serie de valores contradictorios: se aprecia, por un lado, que un artista innove, cuestione, sea original y profundo, esté medio loco o por lo menos sea medio excéntrico y, por otro, que el público tenga conocimientos para apreciar e interpretar correctamente lo que ve, que tenga epifanías, que participe cuando el creador espera que participe siguiendo las reglas que ha establecido para llegar a sus fines y, sobre todo, que se comporte: su lugar asignado es el silencio y el arrobo.

Sin embargo el espectador rompe constantemente con el statu quo, a veces como el agente más lúcido de todo el sistema. No es extraño que el asistente a una exposición califique a una obra como una mierda, sin asomo de duda. Y si uno atiende al sentido común probablemente sea ese espectador la única persona que sepa darle su dimensión exacta a la obra debido a que la experimenta desde el desapego y desde la búsqueda estética o de sentido. En cambio, quienes están dentro del mundo del “Arte” suelen evaluar las obras desde procedimientos estandarizados (o sea, formularios burocráticos, como statements o curricula), desde su interés (¿qué tal que este artista resulta importante?, ¿esta obra corresponde a la discusión actual?, ¿y si el museo no me invita a cubrir el próximo evento?, etc.) y desde la defensa —tal vez, asumida naturalmente o rutinaria— de una doctrina ambigua (sólo es “Arte” lo validado por el mundo del “Arte”).

III

En primera instancia el espectador es un creador de sentido. Aunque no sólo es un creador de sentido, en términos de opinión, argumento o crítica. También se apropia de las obras desde la imagen.

Tomemos un ejemplo reciente: los miles de imágenes que subieron a redes miles de asistentes a la exposición Obsesión infinita de Yayoi Kusama en 2014. Sergio Rodríguez Blanco las evaluó así en la introducción de Palimpsestos mexicanos:

La pregunta que podríamos formular […] no es si el público mexicano acudió masivamente a las exposiciones para consumir arte o no. Esta afluencia desbordada que recuerda a la de un megaconcierto no surgió de un genuino interés por el arte, sino del puro flujo de deseo por entretenerse. La experiencia sensorial que pudieron tener los visitantes fue probablemente mucho más parecida al placer indulgente de un espectáculo comercial que a la experiencia estética en su aspecto receptivo […]: una experiencia distinta al resto de las funciones de la vida, y que, de acuerdo con Hans Robert Jauss, permite la apertura a otro mundo más allá de la realidad cotidiana. La experiencia estética «hace que se vea de una manera nueva, y, con esta función descubridora, procura placer por el objeto en sí, placer en el presente; nos lleva a otros mundo de fantasía, eliminando, así la obligación del tiempo en el tiempo; echa mano de experiencias futuras y abra el abanico de formas posibles de actuación; permite reconocer lo pasado o lo reprimido y conserva, así, el tiempo perdido».

Siento un profundo desacuerdo con este párrafo inserto en un libro francamente brillante.

Empecemos por aquí: ¿dónde está el genuino interés por el arte? Pareciera que sólo la reverencia silente ante la revelación proveniente del creador fuera una vía válida para que el espectador pudiera encontrarse con lo trascendente. La obra de arte se parece a la hostia, el artista a un sacerdote y el museo a una iglesia, por eso es conveniente comparar este tipo de discurso con el discurso clerical. ¿Y si el genuino interés por el arte consistiera en asistir a las exposiciones y encontrarles sentido de manera proactiva? Uno no puede quejarse de la asistencia masiva a nada en las megalópolis: lo que sobra es gente. Además, los museos buscan que llegue la mayor cantidad posible de asistentes a sus muestras. Como sea, la mención de los megaconciertos es relevante. Quien haya ido a alguno puede dar testimonio de cómo entre cantos, bailes, comentarios, humo de cigarro y cerveza se ha tenido epifanías desde el involucramiento directo con la música. De repente el ruido, los amigos y la multitud se desvanecen. Alguna canción nos toca y hace ver el mundo de forma nueva. ¿Una experiencia así no es trascendente? Por supuesto que sí. De hecho, es idéntica a la revelación encontrada tras fatigar un museo nacional con más obras de las que uno puede apreciar. Lo preocupante es que se piense que sólo un comportamiento disciplinado y adherido a un dogma sea legítimo.

Ahora bien, pareciera también que el involucramiento activo del público con la obra de Kusama fuera un problema. Pensémoslo desde otra perspectiva: ¿no será que, independientemente de la pulsión de formar parte, claramente presente, sacarse una foto en alguna de las obras era establecer una relación de comprensión activa hacia ella? La situación es que nunca antes había existido la posibilidad de que cualquiera dialogara con la imagen desde la propia imagen y, en consecuencia, nunca antes los espectadores se habían parecido tanto a los creadores.

IV

¿Estamos ante un quiebre epistémico en el campo del “Arte”? No. El arte es una institución, y como cualquier sistema establece requerimientos de entrada: un artista sólo es un artista al incorporarse a ciertos circuitos, por ejemplo. Y aunque sea una institución parcialmente abierta —al igual que la institución coetánea del mercado—, capaz de incorporar disidentes, olvidados y nuevos discursos y se desee desestabilizadora tiene una estructura formalizada —cada que un artista, crítico o curador usa el verbo desestabilizar sólo demuestra que argumenta desde un estándar probado: ningún trozo de madera va a desestabilzar las relaciones patriarcales o la gravedad, pero en cambio el uso de ese verbo es esperado en un statement y demuestra una fórmula.

Ante lo que verdaderamente estamos es ante un cambio de relación entre el interior y el exterior del sistema. La misma gente que abandona las iglesias está generando comportamientos sin precedentes ante el “Arte”. Tomar una foto de una imagen, editorializarla y compartirla pone, hasta cierto punto, al espectador y al artista en un mismo plano conceptual: una imagen se resignifica, interpreta o ironiza desde la imagen. A partir de la generalización de los celulares con cámara y de que la gente puede editar videos o hacer memes en sus computadoras con la misma facilidad que escribir un texto hay acceso sin precedentes a un amplio panorama de opciones expresivas. Y en principio no hay razón para suponer que quienes pasan de una a otra lo hagan siempre desde la banalidad. Mas bien quienes estamos más habituados sólo a la argumentación

verbal,

r,a,c,i,o,n,a,l

y l-i-n-e-al

nos estamos enfrentando a una complejidad de maneras de concebir ideas y transmitirlas que cuestionan todo lo que hemos aprendido hasta ahora. Hay maneras de generar contenido y de leerlo que desconocíamos o pensábamos pertenecientes sólo a unos pocos (“artistas” visuales, cineastas) que de repente están al alcance de todos. El término alfabetización nos ha quedado muy corto.

Volvamos.

El cambio de relación entre el interior y el exterior del sistema se debe a que los espectadores generan contenidos donde el argumento y la forma pueden ser distinguibles o no. Y muy a menudo dominan las formas.

V

El ámbito fotográfico es quizá donde se expresa mejor esta nueva relación.

Uno de los aspectos más sorprendentes del anterior Encuentro Nacional de Investigación sobre Fotografía (2014) fue la clara preocupación de los fotógrafos porque absolutamente todo mundo esté tomando fotografías todo el tiempo. Hubo quien incluso calificó desde el prejuicio toda la fotografía de Internet bajo el epíteto de «estética Instagram». Claramente se trata de alguien que no está (o estaba) inscrito en esa red social. El problema real es que una actividad especializada se ha democratizado totalmente. ¿Desde dónde leer el fenómeno? Claramente, desde el arte no. Los espectadores o, mejor, los ciudadanos que toman fotos, incluso muy buenas fotos, incluso mejores fotos que algunos de los artistas establecidos, casi nunca quieren ser artistas. Sólo quieren tomar fotos de calidad y darlas a conocer.

El cambio de paradigma real es que ahora queda claro que absolutamente todo mundo puede ser creativo mientras tenga a su alcance herramientas adecuadas. Y esto sí podría alterar el lugar que los artistas tienen en la sociedad. No en el corto plazo, porque siguen siendo nuestros héroes y nuestros profetas; sólo considero la posibilidad con base en la democratización de la creatividad.

Hay desde el dogma artístico una pregunta obvia: ¿esos ciudadanos “creativos” son capaces de crear discursos desde sus smartphones y sus laptops? Y la respuesta es sí. De hecho no sólo son capaces de ello sino también de desarrollar estéticas novedosas. Basta hacer lo que hacemos todos los días para comprobarlo: la mayor parte de las imágenes que valen la pena y que vemos en Internet no son generadas por artistas sino por ciudadanos anónimos. (No puede ignorarse, de cualquier modo, que una parte alarmantemente grande de las imágenes creadas por los ciudadanos es irrelevante o pésima en términos de forma. Pero mientras los museos exhiban y coleccionen piezas impresentables no se puede establecer ninguna discusión desde esta esquina.)

Ahora, si bien el “Arte” es una institución muy sólida como para desmoronarse por una suma de anónimos, podría ser que el reconocimiento del propio papel creativo del ciudadano esté desacralizando, al menos un poco, la carrera artística y que eso se refleje en relaciones desinstitucionalizadas y fluidas con museos, galerías, salas de cine y otras instalaciones del sistema. El espectador se ha indisciplinado en parte quizá porque ya es imposible ocultarle la vacuidad de gran parte de las obras artísticas, en parte quizá porque la capacidad de expresarse con imágenes. Lo cierto es que cada vez es más común que se encuentre frente al “Arte” como un ciudadano participativo, con una voz sonora.

1. Jacques Rancière, «Le spectateur émancipé», en Le spectateur émancipé, La Fabrique, París, 2008, p. 10.

2. Idem, p. 23.

3. Sergio Rodríguez Blanco, Palimpsestos mexicanos: Apropiación, montaje y archivo contra la ensoñación, Centro de la Imagen, México, 2015, p. 19.

 

 

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Abel Muñoz Hénonin es comunicólogo. Fue editor de Icónica y es editor de la Gaceta Luna Córnea. Colabora en La Tempestad. Coordinó junto a Claudia Curiel los librosReflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental(2014). Es profesor de Investigación Cinematográfica en la Universidad Iberoamericana. Japón es la columna mensual del autor en Código con reflexiones en torno al cine mexicano.

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