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Takashi Murakami, Lionel Messi and Universe of Flowers (2014). Colaboración entre el artista y el futbolista a favor de unicef. © Takashi Murakami / Kaikai Kiki Co. LTD
Portada de la edición Harper's Bazaar Art (2015-16). Mariana Castillo Deball para su versión en México. Cortesía de la publicación
Portada de la edición Harper's Bazaar Art (2015-16). Jorge Méndez Blake para su versión en México. Cortesía de la publicación
Portada de la edición Harper's Bazaar Art (2015-16). Mario García Torres para su versión en México. Cortesía de la publicación
Antonio Caro, Achiote (2016). Vista de instalación en un espectacular en la calle Sonora 128 de la Ciudad de México. Fotografía de PJ Rountree. Cortesía del artista y kurimanzutto.

Opinión: El arte contemporáneo omnipresente

29.08.2016

De pronto, el velo del embellecimiento de la realidad se ha vuelto ubicuo y simultáneo. Surgió de las metrópolis (Nueva York, Londres, París, Tokio, Madrid, Roma, Shanghái) que fueron receptivas a la sinergia emergente de la moda, el espectáculo, la publicidad, el deporte, el diseño y el arte, y sirvieron de plataforma al modelo del cosmopolitismo del consumo, en el que cada persona puede realizar el ideal que propugnó Joseph Beuys en 1972: cada hombre, un artista.

Las generaciones, ahora protagónicas en el mundo, que nacieron en la década de los setenta del siglo XX o después, han encontrado su destino manifiesto en tal dogma que convoca a la estetización integral de la vida cotidiana a través de políticas creativas al alcance de cualquiera: fotografía, video, artes plásticas, intervenciones, perfomances, etcétera. El arte contemporáneo está en todos lados. En las manifestaciones y discursos políticos, en los contenidos de los medios de comunicación, en las revistas no especializadas, en las  series de televisión, en los cursos para legos y expertos y hasta en los asuntos militares: el ejército estadounidense acaba de aceptar en sus filas a los transexuales (emblema de la modificación de características sexuales externas en gente que no se identifica con su género de origen).

El arte contemporáneo es ahora una actividad cotidiana y una palabra que se pronuncia casi en cualquier conversación. No es gratuito que las ciudades intenten impulsar a los artistas a través de galerías, museos y espacios públicos. Tampoco lo es que cada vez haya más ferias, festivales, recorridos artísticos y que, incluso, las formas de cultura tradicionales como las que están vinculadas a los libros y la lectura, busquen ahora resignificar el ámbito de la letra y reconvertirlo en una práctica performática mediante escenificaciones cómico-musicales o conceptuales.

No sólo ha triunfado el voluntarismo del aficionado que una mañana se despierta con ganas de ser artista o escritor o fotógrafo, sino que ha entrado en declive el sentido del límite disciplinario que antes se imponía (estudios, formación, experiencia, conocimiento). El arte contemporáneo ha creado nuevas disposiciones para realizar aquel dogma que se reitera como un mandato inherente a la era ultracontemporánea, la cual refiere al espacio/tiempo de la globalización (simultáneo, ubicuo, sistémico y productivo), e incluye el tiempo histórico-local y la noción de “tiempo real” de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, factor clave en Internet, así como la tendencia al uso de la lengua inglesa como lengua franca en todo el mundo. El aplanamiento integral sin fronteras ni límites en lo civil y lo militar.

Antídoto contra el exceso de realidad en un momento histórico de transformación y complejidad como nunca antes se había visto, el esteticismo masificado invita la escultura de sí, al exhibicionismo, a la práctica de la «bella individualidad» en la inmensidad del mundo en tanto supermercado. En tal vértigo, que usufructúa y absorbe el cuerpo de las personas y lo deshumaniza, las decisiones en torno a los placeres se incorporan también como un giro estético y egocéntrico: la toxicomanía, la sexualidad, el tatuaje, el piercing, las cirugías cosméticas y la totalidad de los gestos dirigidos a hacer de cada quien un artista (selfies incluidas) mediante la moda, el uso de la bicicleta urbana, la desnudez, la gastronomía, los nutrientes orgánicos o la «corrección política» en habla y conductas que dictan las metrópolis.

Entre la amnesia y el celo anestésico, ha crecido esta urgencia de supravalorar el arte contemporáneo al grado de que se ha vuelto indistinguible aquello que tiene atributos que vinculan la tradición con lo nuevo, respecto de lo nuevo autorreferencial que carece de distingos auténticos más allá del deseo de tenerlos, del enunciado que aspira por ellos y que puede ejemplificarse en esta frase: «esta novela es una obra de arte». O bien: «Yo no soy sólo un escritor, soy a la vez un artista conceptual».

A la luz de lo anterior, resulta ilustrativo revisar las consideraciones de un teórico metropolitano como Boris Groys, que se formó bajo las directrices del comunismo totalitario en la Unión Soviética y ahora reside en la ultracapitalista Alemania. Este filósofo distingue el tránsito del siglo XX al XXI como la fase en la que se experimenta la producción artística masiva. Se trata de lo que estudiaron, cuatro décadas atrás, Marshall McLuhan y Alvin Toffler: con la potencia de la tecnología, el consumidor se convertiría poco a poco en productor (prosumer). El surgimiento de nuevos medios técnicos para producir y distribuir imágenes hizo posible tal cambio, que trajo consigo nuevas reglas para entender y definir el arte contemporáneo. Se estima que para 2020 el video contribuirá con más del 80 % del volumen de tráfico en los paquetes de servicios de datos.

Al generalizarse la producción serial que desplaza la originalidad de lo producido, se presenta la cadaverización del arte, el estatuto glacial de las nuevas tecnologías y sistemas, que absorben lo vital, lo fragmentan y lo reutilizan. Por ejemplo, el acto de copy & paste (copiar y pegar) es el más recurrente entre los internautas. El trabajo material frente al reto creativo se transforma en algo inmaterial, y el creador emergente accede al portador de ideas y conceptos disponibles a través de sistemas, dispositivos y aplicaciones proliferantes, que aniquilan desde luego el principio autoral de antaño y rearticulan los recursos previos (tradición, memoria, archivo).

«La economía de Internet», escribe Groys, «exhibe esta economía del arte post-Duchamp incluso para un espectador externo. Internet es, de hecho, no más que una red telefónica modificada, un medio de transporte de señales eléctricas. Si no se establecen ciertas líneas de comunicación, si no se producen ciertos dispositivos, si no se instala y se paga por cierto acceso, entonces simplemente no hay Internet ni espacio virtual»[1]. La dependencia integral que señala Groys connota una paradoja: Internet ofrece una combinación de hardware capitalista y software comunista.

Los cientos de millones de internautas que cuelgan sus contenidos en la red carecen de compensación alguna no sólo por las ideas generadas, sino también por el trabajo manual de operar un teclado o un dispositivo que les sirve de herramienta.Al contrario, ellos pagan por hacerlo al contratar los servicios de acceso, de uso, de energía, etcétera. Añade Groys: «y las ganancias son apropiadas por las corporaciones que controlan los medios materiales de producción virtual»[2], que comenta a su vez que Internet prolonga y completa el proceso de proletarización del trabajo que comenzó en el siglo XX a partir de los usos del cuerpo del trabajador, antes sujeto al panóptico y ahora al modelo de control y vigilancia absolutos en la ultracontemporaneidad.

¿Cuál sería la consecuencia de este fenómeno de estetización totalitaria y expoliadora? Groys apunta que hoy en día el artista productor-consumidor comparte sus creaciones con el público al igual que alguna vez compartió con él la religión o la política, y concluye: «ser un artista ha dejado de ser un destino exclusivo, y en cambio se ha vuelto una característica de la sociedad como totalidad, en su nivel más íntimo, cotidiano y corporal»[3]La esfera obligatoria del arte contemporáneo sería otro aspecto más de la biopolítica actual. En otras palabras, de gobierno, control y moldeo de subjetividad de las personas desde su propio cuerpo a través de los dispositivos. Cada prosumer, al conectarse con redes y sistemas, adviene al pie de la letra una unidad o cifra inserta en éstos. Se da el encierro del algoritmo.

Hay que añadir: los códigos del arte contemporáneo pretenden imponer la estrategia de fusión integradora de las expresiones de la cultura y la personalidad de por medio, y su fuerza se vincula con tres procesos acelerados: mayor individualismo materialista, secularización urgente y un impulso anarquizante que se identifica con el embellecimiento de lo negativo o el efecto destructor de lo heredado, llámense creencias, usos, costumbres, valores, prestigios, iconos, representaciones, imágenes, símbolos. La estetización integral del mundo innova desde la iconoclasia y la recomposición a partir de la exaltación del presente.

En síntesis, el arte contemporáneo tiene dos etapas: la primera va desde que Marcel Duchamp propone su primer ready-made en 1913 (Rueda de bicicleta) hasta el anuncio en 1991 de Internet (World Wide Web); la segunda transcurre del despunte de Internet en 1991 a la actualidad. Si en la primera etapa el vínculo adversativo entre la tradición y lo nuevo ofreció la mayor parte de los contenidos y procesos del arte, durante la segunda la autoreferencialidad y el desgaste por reiteración tenderán a ocupar el campo creativo, lo cual afecta asimismo la distribución y el ámbito receptor: los públicos que, cada vez más, buscan contenidos explícitos que afecten sensibilidades condicionadas o saturadas.

La importancia del arte contemporáneo en México podría ubicarse como una respuesta compensatoria ante las asimetrías que contempla el país. El aserto anterior tiene fundamentos empíricos. De acuerdo con una encuesta de 2015 de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos sobre calidad de vida, en México el ingreso familiar promedio per cápita es menor que el del promedio de la OCDE, se tiene una de las menores esperanzas de vida (74.8 años) de laOCDE, se cuenta con escaso apoyo social de tipo público (76.7% de los mexicanos dicen tener amigos o familiares en quienes confiar cuando lo requieren), se registra un bajo desempeño en materia de seguridad, se da una mínima capacidad de emprendimiento productivo y, a pesar de todo, los mexicanos expresan una satisfacción ante la vida similar al promedio de la OCDE. Dicho de otro modo, su bienestar es por completo subjetivo, aspiracional. Los mexicanos: artistas contemporáneos sobre el alambre de la ilusión.

 

[1] Cf. Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea, Buenos Aires, Caja Negra, 2015.

[2] Ibid.

[3] Ibid.

Sergio González Rodríguez es periodista, ensayista y narrador. Entre sus libros más recientes se encuentran Campos de guerra (2014) y Los 43 de Iguala (2015). Recibió el Premio Casa América y el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez.

 

[29 agosto 2016]

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