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Opinión: El Harpa de Olafur Eliasson, premio Mies van der Rohe

09.05.2013

A pocos debe sorprender que el Premio Mies van der Rohe de Arquitectura Contemporánea en su edición 2013 haya recaído en el artista Olafur Eliasson y su equipo, no sólo por las cualidades estéticas y técnicas de la sala de conciertos HARPA en Reikiavik, Islandia, o por el extraordinario logro de haber concluido un edificio de esas dimensiones en medio de una crisis que llevó a la quiebra total de esta nación insular, sino porque pone en evidencia las limitaciones creativas y conceptuales que la arquitectura como disciplina y por extensión los arquitectos como profesionales del entorno construido están atravesando.

El origen mismo del proyecto habla de estas realidades. Un consorcio público-privado liderado por Landsbanki —un banco privado ahora nacionalizado y en proceso de liquidación, considerado uno de los principales responsables de la quiebra del estado islandés— convocó en 2004 a un concurso de arquitectura del que resultó ganador Henning Larsen Architects, un despacho cuasi corporativo con más de 200 empleados fundado en 1959 en Copenhague por el arquitecto del mismo nombre y que hoy, dirigido por seis socios y siete “asociados”, con una participación accionaria minoritaria y tras haber recorrido todas las posturas ideológicas o estilísticas imaginables a lo largo de sus 50 años de historia, pareciera que sólo pone la cara que el cliente quiere ver en cada proyecto. La verdadera innovación recae en que una de estas máquinas de hacer proyectos, acostumbradas a un pragmatismo que sonrojaría al mas cínico de los supermercados, haya dado el paso de invitar a Olafur Eliasson y su equipo a definir la propuesta de las fachadas y toda la imagen exterior del HARPA, un paso audaz que prácticamente reduce el trabajo del despacho de arquitectura al de un mediador entre la propuesta exterior del artista y las necesidades técnicas acústicas desarrolladas por Artec Consultants para el interior de las salas de concierto; es decir, reduce el papel de los arquitectos al de árbitros, coordinadores y productores de planos.

No es de extrañar que Landsbanki y su grupo eligieran la llamativa imagen que Eliasson propuso, seguramente llamados por el canto de las sirenas del noventero y francamente desacreditado “efecto Bilbao”: la promesa de que una arquitectura espectacular sería suficiente para atraer a las hordas de turistas que por sí solos pagarían el costo de cualquier obra. La premisa del “constrúyelo y ellos vendrán” ha plagado de elefantes blancos lugares tan dispares como China, Kazajistán, prácticamente todas las naciones europeas y cualquier ciudad de segunda división que de la noche a la mañana y con la misma ingenuidad que permitió los fraudes de Bernard Madoff —con unos cuantos miles de millones de dólares de por medio— ha buscado ponerse en el mapa de los principales destinos turísticos globales.

Sobra decir que este fenómeno, al igual que los excesos del sistema financiero, reventó como la burbuja que era, dejando al descubierto la falsa promesa de la arquitectura estrella como generadora de riqueza. Pero es quizá gracias a la explosión de esa burbuja que la sala de conciertos terminó siendo la gran obra de arquitectura que es y que merecidamente recibe el premio bianual de arquitectura europea de la Fundación Mies van der Rohe. Ante el inicio de la crisis y la quiebra de la economía islandesa no fueron pocos los islandeses que cuestionaron la pertinencia de seguir construyendo un edificio de conciertos de 28,000 m2 ante las urgentes necesidades que cualquier sociedad atraviesa durante una crisis económica de esta magnitud. Pero en 2008 el nuevo gobierno —ya sin Landsbanki de por medio— se negó a permitir que esta estructura, ya a la mitad de su construcción, terminara como una ruina abandonada que podría convertirse en el símbolo palpable del cataclismo financiero de Islandia, por lo que enfocó esfuerzos y recursos para garantizar que fuese terminada y tomó como primera medida una dramática reducción de costos que seguramente provocó que los intermediarios-arquitectos tuvieran que renunciar a los caros y sobrediseñados acabados industrializados fabricados por empresas transnacionales tan comúnmente usados en el resto de sus proyectos y que se conformaran con las austeras cajas de concreto negro que le dan su justo protagonismo al interesante sistema de fachadas de cristal diseñado por Eliasson y su equipo.

En su declaración ante el anuncio del premio, Olafur Eliasson menciona elocuentemente: “El premio es una buena ocasión para abogar por una reconsideración general de cómo se llevan a cabo proyectos de arquitectura. Como artista, creo firmemente que los desarrolladores y firmas de arquitectura deben ampliar su caja de herramientas creativas. Artistas, artesanos, científicos sociales, sociólogos, antropólogos, historiadores, bailarines, visionarios, poetas, activistas ambientales, cosmólogos y filósofos deben integrarse en proyectos de arquitectura desde sus etapas iniciales con el fin de revitalizar la tibieza de mucha de la arquitectura contemporánea. No me puedo imaginar cómo se puede construir cualquier cosa hoy en día sin la participación de la población de productores de realidad creativa, especialistas capaces de cerrar —en virtud de sus competencias— el vínculo que a menudo falta en la arquitectura.” Esta advertencia adquiere un eco adicional si comparamos la obra ganadora con el resto de los proyectos finalistas del premio, proyectos que en la mayoría de los casos son meras iteraciones de propuestas similares en años previos que muchas veces se ven perdidas ante las obvias limitaciones de presupuesto impuestas por la crisis económica. Sea por ambición, dogma, tibieza o autocomplacencia, la arquitectura tiene que liberarse de los lastres que sigue cargando y asumir con humildad, apertura, honestidad y seriedad su lugar al lado del resto de las disciplinas creativas si es que quiere cambiar una realidad en la que la inmensa mayoría de las personas habitan edificios sin apreciar ni tener el menor interés en sus características arquitectónicas.

Es notable saber que la visión de Eliasson de crear un gran espacio de reunión bañado por una tenue luz polar filtrada por los vidrios de colores de la fachada ha tenido un enorme eco en la cultura islandesa —una de las sociedades democráticas más antiguas del mundo— y que el edificio, desde su inauguración en 2011, ha recibido más de 1’800,000 visitantes, que la mayoría de los edificios que cayeron en la trampa del efecto Bilbao soñarían con tener.

Las obras de Olafur Eliasson siempre se han caracterizado por mantenerse en límites difusos entre arte, ciencia y arquitectura. Quienes nos dedicamos a la arquitectura, el diseño y el desarrollo del entorno físico deberíamos tomar este premio como un importante motivo de reflexión y con toda humildad aprender las lecciones que éste y otras artistas nos exponen desde sus trincheras sacudiendo las certezas con las que estamos acostumbrados a ejecutar nuestro oficio.


[9 de mayo de 2013]

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