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Carlos Amorales (2017). Cortesía de Estudio Amorales

La vida en los pliegues, de Carlos Amorales

Entrevista 12.05.2017

Daniel Montero

Carlos Amorales nos habla sobre su propuesta para la bienal de Venecia donde estará representando a México, así como su percepción y sus procesos.

Después de participar en la 50 Bienal de Venecia como parte del pabellón nacional de Holanda, Carlos Amorales representará a México en la edición 57 de la exposición de arte más importante a nivel internacional. El artista conversó con Código en exclusiva sobre los detalles de su propuesta y las implicaciones de representar a su país en momentos tan convulsos.

—Me gustaría comenzar con una pregunta sencilla, que podría ayudar a contextualizar el proyecto. La exposición se llama La vida en los pliegues, ¿qué significan las nociones de vida y pliegues en esa frase?

El título de la pieza viene de una novela del pintor belga Henri Michaux, que es, sobre todo, un poeta. Sentí que no podía estar trabajando con caligrafías sin referirme a él. Pero más allá de eso, lo que me gusta de la frase es que evoca algo muy vago y, a la vez, muy concreto. Es lo que siento con esta obra en la que hay abstracciones, pero en la que también estoy intentando referir a la vida misma, a lo concreto, al estar. Además, con el paso de los meses, y a medida que ha avanzado el proyecto, ha aparecido la pregunta de qué es el pliegue y el doblez, y en dónde están. Si pensamos en un libro, la vida en los pliegues sería el centro de la página, donde se pliega la hoja. Yo estoy en un punto similar: tiene que ver con el hecho de haber representado a Holanda, como extranjero, en la Bienal de Venecia de 2003. Y, ahora, representar México en 2017. Aunque soy mexicano, también me siento extranjero en esta posición.

La manera en la que me ha tocado vivir mi propia historia tiene que ver con que siempre he trabajado entre los pliegues de las cosas. Desde esa perspectiva, siempre me ha interesado particularmente el pliegue entre lo que es el arte y lo que está fuera de él, y hasta qué punto puede expresarse fuera de su propio contexto. En qué momento deja de ser arte o en qué momento necesita de la referencia para poder ser considerado como tal. Por ejemplo, en proyectos como el de Nuevos Ricos entre más nos alejábamos del arte, más interesante se volvía; pero también se hacía menos artístico. En el momento en que lo insertábamos al mundo del arte dejaba de ser parte de una cultura más grande. Lo mismo pasó con la lucha libre: para regresar esas obras al mundo del arte había que recurrir a toda una serie de estrategias y maneras de representación. Esa tensión también se refleja en esta obra y su título.

—En ese sentido, en tu trabajo están relacionadas las nociones de pliegue y código.

En efecto. En esta pieza hay una relación interesante entre codificación y decodificación porque hay un momento sonoro. Lo que hice fue enmascarar y transformar un abecedario a través de figuras que no lo son propiamente, para generar una codificación. Desde el momento en que aprendes a reconocer y a hacer las figuras,  se puede ver el significado que estaría en un idioma que existe en la realidad, como el español o el inglés. Pero cuando eso se convierte en sonido, adquiere otro sentido. Así, me doy cuenta de que ya no son codificaciones, sino que también se vuelven idiomas en sí mismos.

Todo lo que tiene que ver con el enmascaramiento ha sido un tema recurrente en mi obra: desde el enmascaramiento del luchador, hasta las obras que hice con siluetas. Mucha de mi obra está entre lo personal y lo público, y cómo uno mismo se relaciona entre esos dos mundos. Si ponemos una máscara o un limen entre lo personal y lo público, lo que aparece es una interfaz. Mi trabajo es sobre esa interfaz y lo que ocurre ahí. Es la tensión entre ambas cosas.

Tomando en cuenta esto, ¿cuál es la propuesta para el pabellón?

Desde hace tiempo he trabajado con alfabetos codificados, y este proyecto es el desarrollo consecuente de uno de ellos. Construí un mundo completo con una serie de elementos: primero realicé recortes de papel que luego se convirtieron en una serie de collages abstractos de colores con los que, a su vez, hice unas pinturas. A partir de esas formas diseñé un alfabeto para escribir. Luego, le di volumen a cada figura para hacer un instrumento musical en forma de ocarina, en la que se puede tocar una partitura que yo compuse. Los sonidos que producen las ocarinas pueden ser entendidos como música o como habla. Así, se estableció una relación entre lo visual, lo textual y lo sonoro: lo sonoro se puede dividir entre el habla y lo musical, lo textual remite tanto al lenguaje como a la poesía, y lo visual a una parte abstracta y otra figurativa.

Utilicé todos estos elementos para realizar una película donde confluyen en conjunto: con los elementos abstractos construí una maqueta para la cinta. Con esas mismas formas hice los personajes, cuya voz es el sonido de las ocarinas, mientras que la música y los efectos sonoros también están producidos con el mismo instrumento. Y aunque la película está hecha a partir de elementos abstractos, sí cuenta una historia. Se trata de un esfuerzo de pasar de lo abstracto y complejo a lo figurativo y directo, para contar una historia que funciona un poco como en el cine mudo. En trece minutos narra la historia de una familia que llega a un pueblo y es linchada. Para mí, era importante que todos esos elementos abstractos terminaran contando una historia concreta que se vuelve legible por la manera en que la ves.

—La forma parece predeterminar los contenidos. ¿Cuál sería la relación entre lo formal y lo narrativo?

Los dibujos con recortes fueron la base de todo. Si los ordenas de cierta manera, son abstracciones; pero si los sobrepones, aparece un muñeco o un paisaje. Y si lo reordenas, se convierten en un texto  que, a  su vez, sugiere un cuento. En realidad, son procesos muy intuitivos que voy conectando con cosas que veo o pienso. Después, viene la pregunta más compleja: ¿qué significa hacer un mundo en donde todo es absolutamente consecuente y está hecho de lo mismo?

—Crear tu propio mundo a partir de las formas.

Así es. Me pregunto qué significa pasar de lo figurativo a la abstracción, y luego a lo conceptual. En general, mi trabajo siempre ha tendido a fluctuar en ese ámbito. Por ejemplo, mi Archivo Líquido era muy figurativo y poco a poco se fue abstrayendo hacia tipografías, para luego revertir todo. Se trata de pensar cómo es que una cosa abstracta y una figurativa son equivalentes en su valor pero en su estructura son otra cosa. Para este proyecto, era la oportunidad de poner todo esto en el mismo espacio. Aunque todo está hecho con los mismos elementos formales, hay una tensión importante entre los distintos medios: una película en contraposición a una pintura, y  textos en contraposición a partituras.

—¿Por qué esta necesidad de comenzar a trabajar con imágenes que produces tú mismo y no desde un archivo?

En mi trabajo anterior la referencia figurativa viene de lo fotográfico que se sintetiza y se vuelve silueta. En mi trabajo reciente hay un cambio importante: pasar de la composición pictórico-fotográfica desde dentro del plano a una composición tipográfica que se refiere a la superficie de la página y no a la ilusión de profundidad. Desde que conocí la obra tardía de Hans Arp, entendí que su manera de componer prefiguraba la manera en que 

yo estaba trabajando en la computadora. Entonces, supe que lo que yo estaba haciendo ya se había trabajado con la misma estructura hace cien años. Reflexioné al respecto y me di cuenta de que todo venía, más bien, de un trabajo relacionado con la imprenta, donde puedes acomodar los tipos móviles cuantas veces quieras y luego guardarlos. La idea de los tipos móviles y la estructura invisible de la imprenta me pareció básica.

—¿Cómo fue la decisión de trabajar con Pablo León de la Barra como curador?

Para empezar, hubo un aspecto que diferenció mucho a este proyecto con respecto a las otras versiones del pabellón mexicano [en la Bienal de Venecia]: primero se seleccionaron a los artistas para competencia, para después proponer a un curador. Una dinámica con aspectos buenos y malos. En mi caso, me funcionó mucho. Yo trabajo de manera muy autosuficiente, y me hubiera costado mucho amoldar el trabajo que estoy haciendo al discurso de otro curador. Necesitaba a alguien que me pudiera acompañar de esa forma, y León de la Barra me pareció perfecto. Además, yo tuve la experiencia de la Bienal de Venecia de 2003, donde participé en una exposición colectiva con una pieza muy irónica que, en ese contexto, no lo parecía. Al contrario, se volvió una cosa casi hasta ingenua. Para mí, esa experiencia fue brutal. Con ese referente, sentía que debía tener un control muy claro de qué es lo que estoy haciendo y no terminar en un juego de representación con el que ni siquiera me identifico.

La Bienal de Venecia es un espacio muy difícil, así que necesitaba estar con alguien que me protegiera y que entendiera este tipo de estructura. Y León de la Barra es un curador que se mueve muy bien en esos ámbitos. También necesitaba a alguien que me diera mi espacio y me acompañara, al tiempo que me diera la seguridad de estar ahí. Y así ha sido. Yo le muestro cosas y las discutimos, después reflexiono sobre esa discusión y al final entablamos un dialogo al respecto.

—¿Cómo representar a México en un momento histórico tan complejo?

Es una pregunta muy fuerte. Una respuesta inmediata es decir que la mejor representación que puedo hacer es haciendo lo mejor que pueda. Y, a partir de esa libertad, pensar que eso representa mejor al país. Pero esa es una respuesta insuficiente para el momento tan complejo en el que estamos. En este tipo de proyectos se siente una demanda por la representación, sé que no hay una solución perfecta y que no todos van a estar contentos, pero el hecho de plantearse esta pregunta es importante. Para mí eso ha sido gran parte de la meditación.

Desde mi percepción, la formalidad del lenguaje es una forma de hablar sobre cómo funciona la sociedad mexicana. Tiene que ver con la manera en que yo percibo la forma de comunicar algo en México, y con la ambigüedad del lenguaje. Parte de una sensación muy personal en la que nunca acabo de entender dónde estoy. Es lo que llamo el enmascaramiento del lenguaje de los dobles sentidos, pero no en términos de albur, sino en relación a su polivalencia. Un bloqueo de la comprensión directa del lenguaje. Precisamente esos son los elementos que fueron articulados para la obra. Pero también me pareció importante y necesario encontrar una metáfora para entrar al terreno de lo figurativo. En este caso fue la figura del linchamiento. No me interesaba tanto emitir un juicio moral sobre los linchamientos, sino señalar que estos actos representan la falta de operación del Estado. Como caso legal, cuando ocurre un linchamiento es porque el Estado perdió el monopolio de la justicia y de la violencia, y el pueblo la ejerce. Es lo que veo reiteradamente en las autodefensas, en las ejecuciones extrajudiciales o en los saqueos. Pero más allá del acto dramático, el linchamiento es la evidencia de que el Estado se ha desmantelado. Retratar eso en medio de un pabellón nacional es una forma de preguntarse sobre lo que está pasando aquí.

—¿Cómo percibes el mundo del arte local?

Con el tiempo me he dado cuenta  de que el arte no es independiente de las políticas mayores y está sujeto a ellas. Por ejemplo, hay una relación entre la producción artística y la globalización. Somos consecuencia de políticas económicas más grandes. Si analizamos a la distancia cómo se condujo determinado gobierno, se puede notar que el mundo del arte se comportó acorde a esas dinámicas. Tal vez hubo un momento en los setenta en el que se intentó funcionar como disidencia, pero a partir de los noventa ya no fue así. Desde entonces comenzamos a trabajar según el funcionamiento de México en su totalidad. Si estamos en un país en el que hay una violencia increíble, y que esa violencia tiene que ver con el mercado, no somos ajenos a eso. Mi primera sensación es que el arte en México es consecuente con la vida en México. Para bien y para mal. Otro ejemplo: si durante el calderonato había grandes cárteles hegemónicos en competencia, ocurría lo mismo en el ámbito artístico. En el momento en que se atomizaron esos cárteles, lo mismo ocurrió en el arte y empezó a aparecer la diversidad. Pero si el próximo gobierno decide que habrá una estructura monolítica, es probable que el mundo del arte local tienda a eso. Desafortunadamente, los artistas no estamos pensando en eso. Estamos muy metidos en nuestro propio rollo como para condescender que somos parte de lo demás.

También hay relaciones que siguen siendo iguales, como las que se tienen con el exterior y la búsqueda de legitimación en otro lugar. Eso ha generado una especie de legitimación de import-export con beneficios para algunos, mientras que mucho de lo local se produce en relación a los que no logran o no quieren salir. Sin embargo, sí existen ciertas diferencias y cambios. Un ejemplo: ya hay instituciones en México que cumplen con ese papel legitimador, algo que antes no pasaba.

Además, la violencia generacional que existía se perdió y las generaciones más jóvenes tienen una actitud de queja, como si tuvieran un derecho innato a los espacios sin luchar por ellos, sin conquistar, destruir y demoler. El mercado se ha vuelto demasiado poderoso y por ahí pasa gran parte la legitimación. No obstante, la pregunta más importante es qué queremos del arte: ¿conformismo o inconformidad? Hay una pregunta básica sobre cómo nos situamos ante lo que vemos. Si nos interesa el arte como algo que desconocemos, pero que nos gustaría entender; o si lo vemos como algo que reconocemos y nos reconforta. Es el asunto de si el arte es una interrogante o algo afirmativo. A mí me gusta ver arte que no entiendo. Las mejores experiencias que he tenido frente a obras de arte es porque no las entiendo. Creo que ese es un valor que tiene el arte. El arte que te lleva a situaciones desconocidas es contrario a la autoafirmación, te llena de preguntas. A mí me hace falta ver proyectos que me muevan el piso. En cierta época hubo algunos artistas que hicieron obras desafiantes, pero desde hace tiempo eso no ocurre y me pregunto si no es un conformismo.

*La entrevista completa con el curador del Pabellón Mexicano de la 57 Bienal de Venecia, Pablo León de la Barra, fue publicada en la versión impresa de Código de este mes (Código 98).

[12 de mayo de 2017]

Daniel Montero

Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es autor del libro El Cubo de Rubik: arte mexicano en los años 90.

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