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Joana Moll, CO2GLE, 2015. Cortesía de la artista.

El peso de la luz: el arte digital en el mundo

Ensayo 31.01.2018

Eugenio Tiselli

El programador y artista Eugenio Tiselli reflexiona sobre las implicaciones de la producción tecnológica en el arte digital y contemporáneo.

El insomnio de la razón neoliberal produce monstruos electrónicos. Aunque la feroz matematización de la vida comenzó en el momento en que el ser humano asignó números a las horas del día y a los años de su vida, la digitalización de cada ámbito de la existencia es hoy una realidad que nos envuelve. La computabilidad total se ha convertido en un sistema hegemónico que colapsa contextos y empobrece el lenguaje humano, imponiéndole reglas combinatorias y conectivas en aras de la funcionalidad y la eficiencia. Este escenario, en el que todo se hace compatible con la abstracción de los números, es el de las prácticas artísticas que utilizan tecnologías electrónicas como herramientas o medios de creación. Sin embargo, la abstracción, erróneamente identificada como esencia de lo digital, tiene su contraparte en una materialidad que no siempre resulta evidente. Aquello que de manera un tanto miope suele describirse como inmaterial implica, en realidad, una materialidad exacerbada oculta detrás del velo metafórico de la nube.

Nube pesada

La nube deja un sabor metálico en la boca: 36% de todo el estaño, 25% del cobalto, 15% del paladio, 15% de la plata, 9% del oro, 2% del cobre y 1% del aluminio que se produce cada año en la Tierra se utiliza en la fabricación de nuestros aparatos electrónicos.[i] Un teléfono celular, por ejemplo, contiene, por cada 100 gramos, 13.7 gramos de cobre, 0.189 de plata, 0.028 de oro, 0.014 de paladio, además de otros elementos como cobalto, litio, níquel, estaño, zinc, cromo, tántalo y cadmio.[ii] Quizás es la minería la industria extractiva que más intensamente se relaciona con los artefactos que utilizamos, cada vez más, como elementos en nuestro trabajo artístico. Y habría que decir que la industria minera no brilla precisamente por sus buenas prácticas. En México, los productos químicos usados en las operaciones mineras han contaminado fuentes acuíferas, afectando negativamente la salud de un 70% de la población expuesta.[iii] Pero los problemas causados por la minería indiscriminada no solamente afectan la salud y los ecosistemas, sino también la economía del país. La entrada de compañías mineras extranjeras en México ha supuesto un expolio sin precedentes. Los datos obtenidos por investigadores de la Red Mexicana de Afectados por la Minería (REMA) revelan que a partir de la entrada en vigor del TLCAN se han extraído de México 450 toneladas de oro, lo que equivale a casi tres veces más que las 185 toneladas extraídas durante 300 años del dominio colonial español. Este expolio sin precedentes ha beneficiado, sobre todo, a compañías canadienses y estadounidenses que, juntas, acaparan casi el 85% del total de concesiones mineras privadas, y que devuelven a México menos del 1% de sus ganancias.[iv]

Arte digital. Diagrama

Mary Mattingly, Cobalt Map, 2016. Cortesía de la artista.

¿Qué implicaciones tiene esta terrible situación para nuestro trabajo artístico? ¿Cómo conectar el expolio de las industrias extractivas, en México y en otras partes del mundo, con el arte y los medios electrónicos? Trazar estas conexiones no debería ser un ejercicio de simple y llana distribución de culpabilidades. Somos corresponsables de la destrucción, sin duda, pero debemos deshacernos del lastre de la culpa si queremos ir más allá y ser capaces de pensar. Tampoco se trata de condenar el uso de artefactos electrónicos y redes digitales, ni de caer en dicotomías o reduccionismos fáciles: bueno / malo, amor / odio. Por el contrario, desenmarañar conexiones puede ayudarnos, desde mi punto de vista, a buscar y adoptar actitudes mucho más complejas, e incluso paradójicas, frente al arte y las tecnologías digitales. Este será el tema de los siguientes párrafos.

Contención

La contención e incluso la renuncia a producir y consumir arte electrónico es una elección ética que, a pesar de ser esencialmente individual, puede tener repercusiones comunitarias. En 2011, alarmado por las condiciones de manufactura, distribución y consumo de computadoras y teléfonos celulares, tomé una decisión estrictamente personal: la de poner en pausa mi trabajo como artista electrónico. En aquel momento escribí:

Al día de hoy he decidido, temporalmente, dejar de crear nuevas piezas de literatura electrónica. Siento que las cuestiones que rodean a la creación artística electrónica son demasiado importantes como para ser ignoradas. Y, así, hago un llamado a una investigación verdaderamente transdisciplinaria y multisectorial sobre literatura electrónica. Una investigación que no ignore los contextos sociales, culturales y económicos que actualmente están siendo destruidos sólo para que nuestras herramientas digitales sigan estando a la mano.[v]

 

Arte digital. Comando de Google.

Joana Moll, CO2GLE, 2015. Cortesía de la artista.

Farmacología

Sin embargo hoy, seis años más tarde, he cambiado la contención absoluta de la renuncia —del «preferiría no hacerlo»— por un principio de cautela. En este tiempo he aprendido que una actitud farmacológica con respecto a las herramientas con las que convivimos y trabajamos puede ser mucho más fructífera que la mera negación. Bernard Stiegler caracteriza la actitud farmacológica como una adopción de la tecnología, en oposición a la adaptación. La experiencia de adaptarse a una tecnología, que a menudo vivimos como una imposición, resulta familiar para la mayoría de nosotros. Tenemos que aprender a usar las nuevas tecnologías, a ir descartando las obsoletas, en una carrera que parece no tener fin. Como alternativa, la adopción significaría una desadaptación del modelo de vida y los sistemas de valores implícitos en las tecnologías, especialmente las tecnologías electrónicas. El desplazamiento que va de la adaptación a la adopción implica, de manera crucial, una negación de la entropía y la disrupción, consecuencias del estado farmacológico que dichas tecnologías producen. Y, al mismo tiempo, produce bifurcaciones que permiten vivir con lo electrónico: no en contra, sino con. Oponiéndose, sin embargo, a la hegemonía de lo computable. Adoptar, y no adaptarse, significa proteger y cuidar nuestros modos de hacer y de conocer ante la grave erosión que en ellos producen tecnologías tales como la inteligencia artificial o la robotización.

Al adoptar, coexistimos con la tecnología, aunque de otra manera. Pero, sobre todo, la actitud farmacológica hacia la tecnología implica una exploración tanto teórica como práctica de la noción de «dosis». Así como la farmacología estudia cómo interactúa el fármaco con el organismo, basando su praxis en la idea de medida o dosis, la farmacología tecnológica nos permitirá indagar, constantemente, cuál es la dosificación correcta de tecnología en nuestras vidas. Una dosis adecuada podría hacer más plena nuestra estancia en el mundo, mientras que la sobredosis seguramente terminará por aniquilarnos. La actitud farmacológica con respecto a la tecnología resuena fuertemente con la idea de «convivencialidad», propuesta hace décadas por Ivan Illich. Según el filósofo, en una sociedad convivencial, son las personas quienes controlan las tecnologías, y no a la inversa. En el equilibrio de la convivencialidad también hay una pregunta incesante acerca de los umbrales, más allá de los cuales la tecnología se vuelve excesiva y potencialmente dañina.

Arte digital. Basura digital.

Mary Mattingly, Blockades, Boulders, Weights, 2014. Cortesía de la artista.

Equilibrio tecnológico: hacer sólo lo suficiente. Usar sólo lo necesario, desacelerar.

Ahora, quisiera sugerir que la capacidad de trazar conexiones es una condición indispensable para desarrollar una actitud farmacológica / convivencial ante la tecnología. Esta capacidad es una educación del pensamiento y la mirada que hace visibles las dosis, los umbrales. Es verdad que la frase «todo está conectado» es uno de los lugares comunes más socorridos de nuestros tiempos. Pero ¿de verdad debemos asumir que existen, por defecto, conexiones entre todas las cosas, y darlas entonces por hecho? Quizá no. Según Graham Harman, «todo no está conectado»: las cosas, en realidad, se retraen unas de otras, y evitan hacer contacto. Por ello, más que tratarse de hechos evidentes, el contacto y la conexión son cuestiones que deben ser explicadas. Cosas tales como una mina de oro y una pieza de arte electrónico permanecen desconectadas entre sí, dentro de sus propias burbujas de realidad, sumergidas en sus propios contextos. Sin embargo, ocasionalmente, hacen contacto, y esos casos requieren una explicación.

Sin duda existen conexiones entre el renovado auge de la minería y la creciente proliferación de nuestras computadoras y demás artefactos electrónicos. Pero en lugar de asumir que éstas existen, sin más, habría que trazarlas e intentar explicarlas. No hacerlo sería una forma de ceguera voluntaria, una renuncia al tipo de pensamiento que esta época requiere.

¿Qué época es ésta?

Pero, ¿qué época es ésta?, ¿cómo tendríamos que pensarla? Según los geólogos Paul Crutzen y Eugene Stoermer, a partir de la revolución industrial el mundo entró en la era del Antropoceno: una nueva era geológica en la que la acción humana se convierte en una fuerza tectónica. En el Antropoceno los cambios planetarios, como por ejemplo el cambio climático, son antropogénicos, es decir, causados por nosotros. Hay, sin embargo, diferentes opiniones acerca de la pertinencia del término Antropoceno, y tienen que ver con una indagación más compleja, y a la vez más precisa, sobre la convergencia de factores que nos trajeron hasta este estado de cosas. Stiegler, por ejemplo, habla del Entropoceno: la era de la entropía, entendida como fenómeno indicador de la extinción de la vida y la generalización del caos. Donna Haraway, en cambio, ha barajado la posibilidad de nombrar esta época usando otros términos, quizá, más concretos: Capitaloceno (el desenfreno capitalista como fuerza tectónica), Plantacionoceno (la devastación causada por las plantaciones, en donde humanos y no humanos son tratados como esclavos en aras de la productividad), y el misterioso Chthuluceno (un enmarañamiento de temporalidades, espacialidades y ensamblajes de entidades humanas y no humanas que nos obliga a la coexistencia y la simbiosis). Sea cual sea el término que elijamos para describir y desvelar lo que nos envuelve, podríamos afirmar que nuestra incapacidad histórica de pensar las conexiones que existen entre las cosas, de trazar las implicaciones y las interacciones, de encontrar resonancias en tiempos y espacios lejanos, es justamente lo que nos ha arrojado a este tiempo oscuro. Tendríamos, pues, que ser capaces de pensar de otras formas: no solamente de forma conectiva, sino también compositiva, para recomponer sociedades de moléculas hiperaceleradas, lenguajes fragmentados, afectos desvinculados, interdependencias interrumpidas por la pesadilla de la competencia, vidas rotas, selvas devastadas, hermanas enfrentadas.

Recomponernos. Encontrar la dosis que cura. ¿Pero cómo? 

Componernos

¿Cómo se tocan las cosas? ¿Cómo se despiertan mutuamente del letargo de la descomposición? Quizás el arte puede ofrecer una respuesta. Según Timothy Morton, el arte puede convertirse en un taller para hacer experimentos con las conexiones y relaciones de causalidad realmente existentes. Morton propuso que dar forma a una cosa no implica solamente dotarla de significado, sino también examinar cómo opera la causalidad misma a través del juego creativo. Una cosa, una obra de arte creada con medios electrónicos, por ejemplo, interviene directamente en la realidad de manera causal: crearla es llevar a cabo una especie de arqueología relacional, un trabajo de composición. Es, en suma, un acto político no violento, en el que la coexistencia de la obra con otras cosas, cercanas y remotas, puede revelarse, trazarse a detalle, y, así, componerse con ellas solidariamente.

Pero, ¿cómo crear una poética de la conexión entre cosas pequeñas (nuestra obra) y otras mucho más grandes, como el conglomerado global de las industrias extractivas, o el cambio climático? Así lo preguntó Bruno Latour: «¿existe una manera de crear puentes entre la enorme escala de los fenómenos que se nos presentan, y el diminuto Umwelt[vi] desde el cual atestiguamos, como peces dentro de una pecera, el océano de catástrofes que se despliegan?».[vii] Las poéticas, y en particular la poesía, podrían entenderse como una estrategia para construir esos puentes. Latour afirmó que la poesía romántica, con sus sermones edificantes y su exaltación del individuo, ha alimentado por demasiado tiempo nuestra sensación de desconexión con la naturaleza, al alabar su grandeza y sus maravillas insondables, frente a la gloriosa pequeñez del hombre. Sin embargo, en esta nueva época se vuelve necesario descender al nivel del humus, es decir: convertirnos en humanos: en compañeros de viaje de los extraños seres junto a los que caminamos sobre un mismo suelo. Se vuelve necesario recalibrar nuestro compromiso moral con el otro frente al colapso de los ecosistemas, la extinción masiva, la entropía. Para ello, no nos queda más que transformar la poesía e imaginar una nueva poética que, en lugar de crear distancias abismales entre nosotros y otros seres, pueda ayudarnos a explorar nuestras respectivas interconexiones y desconexiones. O morir.

¿Puede el arte electrónico integrar tal poética en su quehacer?

Arte digital. Dibujos de aves.

J. R. Carpenter, The Gathering Cloud, 2016. Captura de pantalla cortesía del artista.

No cabe duda de que el arte electrónico ha abierto caminos hacia nuevas formas de entender y adoptar la tecnología. Asimismo, las redes digitales, a pesar del envenenamiento del que han sido objeto en años recientes, han expandido nuestra conciencia de lo otro. Sin embargo, y a contracorriente de las principales vanguardias artísticas del siglo pasado, de las que el arte electrónico ha heredado tanto, no creo que el arte pueda entenderse como una esfera autónoma, es decir, como un conjunto de teorías y prácticas autosuficientes y aisladas. El arte no puede emanciparse del mundo, y por ello debería ser capaz de entenderse a sí mismo como nodo, en una red de composiciones en interdependencia, y también como un vehículo para estar mejor en el mundo. Pienso que hoy, más que nunca, estar mejor en el mundo significa ejercer el cuidado propio y mutuo a través de una actitud farmacológica, de forma amplia y consciente.

Espero que este breve texto sirva como provocación para replantear el papel del arte en el Antropoceno / Entropoceno / Capitaloceno / Plantacionoceno / Chthuluceno, y que pueda impulsarnos, artistas o no, a investigar más a fondo cuál es el precio de las nuevas formas artísticas, cuál es el costo de la electrónica, cuál es el peso de la luz. Pero, sobre todo, espero que estas investigaciones puedan convertirse, a su vez, en diminutos motores para activar el juego infinito[viii] de la recomposición de la vida.

[i] Jussi Parikka, The Anthrobscene, EEUU: University of Minnesota Press, 2014.
[ii] Fuente: http://www.greatrecovery.org.uk/resources/haute-clutture/
[iii] Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, Manual Anti minero, México, 2014.
[iv] Ibid.
[v] Eugenio Tisselli, «Nuevas reflexiones sobre por qué he dejado de crear e-literatura», Revista Caracteres, vol.1, n.1, 2012.
[vi] El término alemán Umwelt podría traducirse como «mundo centrado en sí mismo».
[vii] Bruno Latour, Waiting for Gaia: composing the common world through arts and politics, Francia: SPEAP (Programme d’expérimentation en arts et politique), 2011.
[viii] Según James P. Carse, un juego finito se juega con el propósito de ganar. En cambio, un juego infinito se juega con el propósito de seguir jugando (y para ello debe cambiar constantemente sus reglas).

Eugenio Tiselli

Es programador y artista. Dirige el proyecto ojoVoz, dedicado a amplificar redes de intercambio de conocimientos a través de herramientas digitales. Su trabajo puede verse en http://ojovoz.net y http://motorhueso.net

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