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Sismo del 19 de septiembre de 2017. Imagen tomada de marca.com

Contra la amnesia sísmica

Ensayo 09.11.2017

Diego Olavarría

Diego Olavarría reflexiona sobre el papel que juegan factores como la memoria y la corrupción en los sismos más grande que han marcado a México.

No tengo memoria del temblor de 1985. Apenas tenía un año y algunos meses de nacido cuando ocurrió y, según relata mi madre, las oscilaciones ni me inmutaron: pasé el acontecimiento geológico más crucial de la década sumido en el sopor que sólo los infantes conocen. A las pocas semanas del temblor, abandonamos la urbe. Debido a eso, tardaría casi quince años en volver a vivir en la Ciudad de México. El mismo número de años en volver a sentir un temblor.

Cuando volví a esta ciudad, en 1997, participé en mi primer simulacro sísmico. Los simulacros me gustaban: eran un buen pretexto para interrumpir la clase de matemáticas. Los maestros nos advertían que era importante que siguiéramos sus indicaciones —salir lo más pronto posible del salón, abstenernos de empujar al prójimo, agruparnos en el patio, abstenernos—. Para convencernos, nos amenazaban con relatos de un gran temblor que había arrasado con la ciudad doce años antes. La historia me impresionaba, pero me parecía un relato de tiempos anteriores: para alguien de trece años, cualquier acontecimiento con más de seis meses de antigüedad resultaba casi prehistórico.

Durante esos años púberes e ignorantes, me hice la idea de que el sismo había sido un accidente fortuito, como ganarse una lotería de mierda. Que una anomalía geológica había causado que las placas tectónicas colisionaran ese día, y que, dentro de todo, no era probable que volviera a suceder. A pesar de que los adultos hablaban de ese temblor como un acontecimiento próximo, nunca pude palpar verdaderamente la destrucción sísmica. Parte de eso se debió a que nunca tuve un entendimiento geográfico del sismo: con los años fui enterándome de que se derrumbaron ciertos hospitales, ciertos hoteles, ciertas torres. La primera vez que pasé por el Ángel de la Independencia, por ejemplo, mi tío Luis Carlos tuvo a bien señalarme que, en 1957, el ángel de oro que coronaba la columna se había estrellado contra el pavimento. Y que eso había sido culpa de un sismo. La primera vez que vi el hospital Siglo XXI, en Félix Cuevas, recubierto por lo que yo pensaba era un futurista caparazón, también me relataron que se trataba de un reforzamiento antisísimico, y que lo habían puesto porque el edificio original se había derrumbado con decenas de recién nacidos adentro.

Edificio Nuevo León en Tlatelolco, 19 de septiembre de 1985. © Marco Antonio Cruz. 

Lo poco que supe del sismo de 1985 lo descubrí por relatos familiares, y nunca por visitas a los sitios de los derrumbes. Ni siquiera en las clases de historia de la preparatoria nos contaban mucho de esos días: nos aleccionaban acerca de la Reforma y la Decena trágica, pero nunca hablamos de los días después del temblor. Parecería que la estrategia educativa ante el mayor trauma urbano de una generación había consistido en reprimir el acontecimiento, como si se tratase de un bochornoso secreto familiar. Y como cualquier desagradable secreto, la única forma de enterarnos era por las indiscreciones de algún pariente rebelde.

Las ciudades, en general, no son muy propensas a conmemorar sus tragedias: construyen monumentos a los héroes, pero rara vez hay recordatorios de las devastaciones. El miedo a los fenómenos naturales se manifiesta con infraestructura: las ciudades que han vivido inundaciones construyen diques y represas; las que experimentan deslaves, erigen muros de contención; las que son propensas a incendios, colocan tomas de agua en cada esquina.

Hace unos años, visitando Portland, Oregón, descubrí que en toda la ciudad hay señalamientos que indican el camino más directo hacia tierras altas, a pesar de que el último maremoto fue en 1700 (los habitantes saben que el próximo tsunami es cuestión de tiempo: eso sí, nadie sabe si vendrá mañana o en mil años). En la ciudad de México, a pesar de que los temblores suceden varias veces por siglo, la mayoría de los habitantes sólo recuerdan los sismos septembrinos de 1985 y 2017. Un clavado en la historia colonial nos muestra, sin embargo, que nuestra historia está repleta de relatos telúricos: de acuerdo con ciertos registros, en 1694 hubo un sismo que duró media hora. Hubo otro en 1756 que causó relámpagos en el cielo. Otro más, en 1858, destruyó iglesias y conventos; según el libro Los sismos en la historia de México, de Virginia García Acosta y Gerardo Suárez Reynoso, ese temblor fue de 8 grados. Si vemos la historia en ciclos de veinte o diez años (o de seis, como un jefe de gobierno), un sismo de esa magnitud puede parecer un golpe de mala suerte. Pero si pensamos a largo plazo —100, 200, 500 años— lo raro sería que no temblara. El sismo de 1985 es el más recordado no porque haya sido el más fuerte de la historia: simplemente es el más fuerte que ha habido desde que la ciudad se llenara de edificios altos que pudieran caerse.

Luego de presenciar el derrumbe de edificios recién estrenados y el agrietamiento de algunas de las colonias más caras de la ciudad, el sismo del 19 se septiembre nos enseñó una cara más de la amnesia sísmica: aquella que se manifiesta mediante corrupción inmobiliaria. De lo contrario, ¿cómo explicar algo tan estúpido como construir un edificio sin columnas? ¿O que en los últimos quince años hayamos convertido las colonias más sísmicas de la ciudad en las más deseables para vivir? Si tuviéramos más presentes los sismos, tal vez los gobernantes habrían pensado dos veces antes de permitir la construcción voraz de edificios. En el fondo, hay una creencia de que un sismo es tan improbable que es un riesgo que vale la pena tomar con tal de ganar un poco de dinero.

Edificio derrumbado en el sismo del 19 de septiembre de 2017. 

Aunque los habitantes de la Ciudad de México no olvidan los sismos en sus mentes, las manos del poder parecen siempre ansiosas por tapar las huellas. Asentado el polvo en 1985 y, ahora, en 2017, gobernantes y constructores han corrido a barrer las escenas del desastre y fingir que hemos vuelto a la normalidad. El sismo se omite de la materia urbana: luego de levantado el cascajo, no queda ningún recordatorio del evento —no hay un monumento al sismo, ni un museo de los sismos, ni una estela con los nombres de los muertos, y nadie propone erigirlas—. No colocamos estatuas ni Stolpersteine (esas placas que conmemoran a quienes fueron desplazados y asesinados por el nazismo) ni memoriales indicando que aquí hubo o aquí estuvo. Algunos de los lugares más emblemáticos del terremoto de 1985 se reconvirtieron en nuevos negocios. Nuevos edificios se han construido encima de los escombros donde decenas murieron. Sitios terribles como la morgue al aire libre del estadio de béisbol es hoy un centro comercial. En la colonia Roma, que quedó seriamente agrietada en 1985, muchos de los edificios dañados simplemente se resanaron. En unos años, salvo algún ejercicio de memoria radical, «Álvaro Obregón 286» podría convertirse en el nombre de un restaurante.

No sé si sean monumentos, materias en las escuelas, museos, placas en las banquetas o introspección colectiva, pero necesitamos recordatorios puntuales de los sismos: cuando las grietas se resanen y las fachadas se maquillen con pintura fresca, sólo la memoria constante de nuestros temblores presentes y anteriores nos evitará volver a cometer los errores que causaron tantas muertes en 2017. Tenemos que aprender, y nunca olvidar, que el próximo sismo no es cuestión de suerte: es cuestión de tiempo.

 

Diego Olavarría es ensayista, cronista y traductor. Su libro El paralelo etíope obtuvo el Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay 2015.

 

[9 de noviembre de 2017]

Diego Olavarría

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