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Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes (1818). Representación pictórica de la contemplación. CC-PD
Claude Monet, Lirios de agua (1920-26). Vista de sala inmersiva. Museo de l’Orangerie, París. Cortesía del museo
Olafur Eliasson, Contact, 2014. Fotografía de Iwan Baan. Tomada de la web del artista.
Raqs Media Collective, Escapement (2009). Como una alegoría al reloj, la pieza marca los sentimientos producidos en el tiempo mediado por el capitalismo © Raqs Media Collective
John Singleton Copley, Boy with Squirrel (1765). Imagen de dominio público
Raqs Media Collective, Now, Elsewhere (2009). © Raqs Media Collective
David Hockney, Bigger Trees Near Warter (2007). Vista de instalación. © Tate

Opinión: Crítica lenta. Arte en la era del postjuicio

09.03.2016

En medio de la velocidad de las redes sociales y el vertiginoso ritmo de la vida moderna, las artes visuales demandan paciencia y desaceleración, verbos que de ejecutarse pueden estimular nuevas formas de interpretación para la crítica artística.

Una vez fui al Met con un amigo pintor. El pintor visitaba a menudo el museo en su diligente aprendizaje de los viejos maestros. A medida que pasábamos lentamente a través de las tenues galerías, caminábamos a un paso distinto a mi ritmo usual. Recordé una historia que una vez escuché: Baudelaire tomando a su mascota, una tortuga, para dar un paseo entre el frenesí de las arcas parisinas, al ritmo del perseverante animal, creando una especie de subversión de los ritmos urbanos de la ciudad, el tiempo maniaco de la modernidad. Más que atravesar las pinturas, tratando de consumir tanto como fuera posible, nos deteníamos en obras individuales. «¿Qué ves?», mi amigo preguntaba. En un momento, mientras estábamos parados enfrente de un retrato de El Greco, nos quedamos en silencio. «Nuestros ojos no se han adaptado todavía», él comentó finalmente, y tuvimos que esperar un poco más. En primer lugar, se sentía ridículo estar frente a una pieza de arte tan larga, sintiendo el peso de cada uno de los minutos que pasaban, como piedras en un río cuyos remolinos se baten alrededor. Pero pronto las partes de la pintura comenzaron a reorganizarse. Los grises sombríos y los rubores rosas cambiaron y se iluminaron. El negro ya no era simplemente negro, sino una conglomeración de color, con toda la riqueza iridiscente de una mancha de aceite en el sol. Las líneas en la cara del hombre parecían más suaves; sus ojos tristes. La profundidad se había sensibilizado a tiempo a sí misma.

David Hockney, Bigger Trees Near Warter (2007). Vista de instalación. © Tate

David Hockney, Bigger Trees Near Warter (2007). Vista de instalación. © Tate

 

Habíamos cosechado los frutos de lo que la historiadora de arte Jennifer Roberts ha llamado «desaceleración, paciencia y atención de inmersión»1. Para sus estudiantes en Harvard, Roberts asignó la tarea de pasar tres horas enteras enfrente de la pintura Boy with a Squirrel, de John Singleton Copley. Un ejercicio que la misma Roberts había realizado al estudiar la pintura, un acto de generosidad temporal que le había arrojado miradas que no se encuentran fácilmente en una vista de soslayo. Eso es lo que mi amigo pintor también sabía: la percepción visual no siempre es inmediata y los trabajos de arte a veces demandan que el espacio se desentrañe lentamente. En este sentido, la desaceleración, argumenta Roberts, no es solamente una oferta nostálgica en la era de la comunicación instantánea, sino, más importante aún, un medio para comprender realidades temporales de otros períodos de la historia.

«La estructura misma de la comprensión humana se tejió en cierta medida en el retraso, la tardanza, la espera», ella escribió en la época que estudió a Copley. Y si antes la espera era una virtud que engendraba resignación, un reconocimiento tácito de la cadencia exasperadamente pesada del mundo, ahora es «un estado cognitivo activo y positivo». Roberts escribe: «donde antes la paciencia indicaba una falta de control, ahora es una forma de control sobre el tiempo de la vida contemporánea que nos controla de otra manera. La paciencia ya no connota la falta de poder, quizá la paciencia ahora es poder«.

En otras palabras, la lentitud se ha convertido en un acto radical.

Una de las tácticas usadas en un conflicto laboral se llama desaceleración, que es exactamente como suena: los trabajadores realizan sus actividades regulares a un ritmo severamente disminuido. En la reducción de la productividad, este retraso es una forma de resistencia hacia el sistema capitalista, basado en la velocidad y la eficiencia. No es extraño que nuestra palabra speed derive del inglés antiguo sped, que se relaciona con éxito, prosperidad, riqueza, oportunidad y progreso. Por el contrario, la lentitud está vinculada frecuentemente con la discapacidad. Sin embargo, lo que a menudo no vemos es que la discapacidad, ese estado que se considera como estar fuera de lo “normal”, puede ser transformadora: nos muestra una forma de vivir distinta a la del status quo. Ser lento es ser desobediente ante el mundo tal como es. Me gusta imaginar lo que podría parecer una desaceleración, el ballet de una fábrica o los astilleros en revuelta, brazos y piernas flotando por un momento prolongado en el espacio, una lentitud tan inútil que roza con lo estético. Porque, después de todo, ¿qué organiza un movimiento sin teología sino un baile? El arte desea ser lento.

Olafur Eliasson, Movement Microscope (2011). Gif de Código

Olafur Eliasson, Movement Microscope (2011). Gif de Código. Mira aquí el video de la acción, donde los integrantes del estudio del artista realizan un performance en cámara lenta

 

Creo que, a menudo, la crítica de arte se olvida de ser lenta. Se dice que la crítica, al igual que otras actividades espiritualmente dignas del mundo moderno, está «en crisis»2. La palabra impresa está muerta, dicen los oráculos. La cantidad de críticos de arte de tiempo completo, empleados por periódicos y revistas —ambos en peligro de extinción—, se han reducido a menos de diez en Estados Unidos. Sin lugar a dudas, el desplazamiento de la cultura impresa hacia la digital ha jugado un papel importante, transformando la forma en la que el arte debe ser experimentado, diseminado y discutido. La proliferación de imágenes de obras de arte circulando hoy, en la era del acceso virtual, ha absuelto la descripción escrita de su vieja utilidad. Actualmente el mundo es infinitamente recuperable, siempre en proceso a través de nuestras bandejas de correo o las fotos en nuestros iPhones y cuentas de Facebook. Siempre en proceso de archivarse a sí mismo.

William Gibson ha hablado de este fenómeno: la infinita accesibilidad y reproductibilidad de la cultura en relación con el filme. Antes el filme era «largamente irrepetible», decía. Antes de la expansión de la televisión, el VHS y el cine de repertorio, y de este modo «el filme existía primeramente en la memoria, y la experiencia de verlo realmente era realmente intensa«3. Sé que en ocasiones no me he sentado durante el tiempo suficiente o no he prestado suficiente atención a una obra, sabiendo completamente que puedo tomar una fotografía y volver a ella de nuevo para un ensayo o una reseña. De nuevo, la atención no es más una necesidad sino un acto de disciplina.

En relación con esto y quizás igualmente importante: las plataformas de comunicación en línea han democratizado la opinión. Si antes el conocimiento fue secuestrado en enclaves santificados, en monasterios o en librerías de los hombres aristócratas de letras, y luego en librerías o museos y universidades que aún tienen problemas con la inclusión, es posible ver cómo los intérpretes del discernimiento, esos críticos del presente armados con un desarrollado vocabulario artístico, pueden haber tenido un importante papel ante las personas ordinarias sin acceso a la información o a las obras originales, o incluso sin sus propias plataformas de publicación. Con el auge de los salones académicos en Londres y París, los críticos tempranos del siglo XVIII se posicionaron como las voces de un público lector emergente. Pero la gran revolución informativa de Internet, como lo hizo antes la de Gutenberg, fue tal que eliminó la necesidad de mediadores. Ahora cualquiera con un blog o una cuenta en las redes sociales puede hacer sonar su opinión sobre una pieza de arte o cualquier cosa en general, desde algo que ha sido llamado como «crítica vernácula»4. De manera significativa, estas son plataformas controladas por corporaciones, programadas para la instantaneidad, que típicamente funcionan bajo la rapidez y la casualidad. Con el viejo chiste de que «todos somos críticos», más cierto que nunca, la opinión parece estar hiperinflada, y ha inundado al mercado. Si el juicio no tiene la misma autoridad que antes. ¿Cuál es el rol del crítico hoy?

Como el político científico Herbert Simon observó astutamente: «la riqueza en información crea pobreza de atención«. En una economía regida bajo la premisa de la rapidez y la saturación, no es el conocimiento o el juicio lo que los críticos pueden ofrecer, sino un recurso más preciado. Lo que el crítico tiene para dar es el fruto de mirar con retraso, una atención que parece incrementar cada vez menos actualmente, un largo y sostenido compromiso para sustraer significados de los objetos mudos. Mientras “prestamos” atención, ésta no necesita ser regulada por la lógica industrial del tiempo. Lo que el crítico tiene para ofrecer es su propia subjetividad, su propia y cuidadosa experiencia glacial respecto a una obra de arte, especialmente aquellas que no se abren inmediatamente a la mirada del espectador. Creo que esta forma lenta de mirar restaura tanto al arte y al espectador como a la «economía del regalo«, que Lewis Hyde ha señalado no como el mercado del logos sino del euro: una economía de la reciprocidad y el intercambio mutuo5. En efecto, la palabra atención viene del latín attendre, que literalmente significa «inclinarse hacia algo», esa búsqueda por el espacio fuera del Yo que conforma la base del parentesco. Donde el logos se aliena, el eros se acerca. Así, tal vez el papel del crítico es este: asistir en representación del público.

Tengo que admitir que tengo un punto débil por los críticos-poetas impresionistas de los 50. Poetas como Frank O’Hara, James Schuyler y John Ashbery, que trajeron la sensibilidad literaria y el entusiasmo romántico a la pintura moderna. Bajo el auspicio de las novedades artísticas, estos críticos negociaron con la conciencia antes de que el análisis de Greenberg tomara el control. Renunciando al interés por el racionamiento científico, colapsaron la pretensión por tomar distancias frías. Típicamente eran amigos de los artistas de los que escribían. ¿Y por qué no?, operaban bajo la «economía del regalo» y no clamaban por objetividad. Sus reseñas no eran artefactos de la razón sino de la experiencia. Se extendieron, describieron, con toda la complejidad de la cognición, toda la caótica subjetividad que el acto comprende.

No creo que la abundancia de las imágenes de obras de arte suprima la necesidad de la descripción. Como la escritora Patricia Hampl ha notado, la descripción es «donde el yo se pierde en la materia de los sentidos»6. Se refiere a las memorias, pero fácilmente podría estar hablando sobre la crítica de arte: ese punto exquisito en el cual la percepción propia se disuelve y funde con el mundo exterior; cuando nuestra atención es un todo, completa. Frecuentemente preferimos la opinión a la descripción, confundiéndola por un relleno sin sentido. Pero la descripción, sobre todo, es producto de una atención cautivadora. Si no observas algo con suficiente profundidad, no puedes describirlo con precisión.

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Ilustración para International Art English. Tomada del Huffington Post

 

Exceptuando a la pintura, las formas contemporáneas del arte podrían beneficiarse de esta lentitud en la atención. Las nuevas dinámicas de trabajo —incluyendo las prácticas performativas, colaborativas, curatoriales o de publicación que constituyen el «campo expandido» del arte «post-estudio»— demandan nuevos discursos para su interpretación. Uno de los puntos más agudos del ahora infame artículo «International Art English», perdido en la controversia alrededor del mismo y su metodología, es que la crisis del lenguaje acompañó a la desmaterialización del arte como objeto —que no hubo consuelo y que la jerga «bastardizada» de la filosofía continental emergió como una vía para la unificación de este campo global y multiforme de esfuerzo que es el arte contemporáneo7. En otras palabras, el IAE se convirtió en un medio para la estandarización, un discurso que rápidamente se deslizó hacia el lenguaje especializado, rutinario y perezoso de la industria. Usualmente, museos y galerías manufacturan su propia crítica del IAE a través de boletines de prensa, esas máquinas generadoras de sentido que, en el peor de los casos, pueden representar para la crítica una mímica del party line. Esto no significa que la publicidad por sí misma sea la culpable —Vasari no era más que un hombre autoproclamadamente veneciano— pero no puedo dejar de pensar en esto como el lenguaje de la velocidad y las cadenas de suministro, un lenguaje que se ha vuelto rápido y transaccional, y por lo tanto plantea verdaderas barreras ante la crítica lenta. Cada vez que el lenguaje es mecanizado, el pensamiento se ve amenazado. Si nuestra experiencia en relación con una obra de arte será un baile, antes que una línea de montaje, requeriremos una prosa compleja, creativa y original.

Zsona Maco 2015. Cortesía del staff

Zsona Maco 2015. Cortesía del staff

¿Qué significaría para un crítico de arte sentarse frente a una escultura durante tres horas? ¿O visitar un performance por un período de días o meses? ¿O entrevistar a todos los participantes en una cena social, y luego entrevistarlos de nuevo después del evento? Claramente, me doy cuenta de que el mercado no favorece a la lentitud y de que sí existen cuestionamientos sobre lugares sostenibles para la crítica lenta, y de cómo los críticos deben ser compensados por su trabajo. Sin embargo, me siento alentada por las publicaciones institucionales y las reflexiones
recientes sobre los modelos de financiamiento alternativos para la crítica de arte.

Por ahora, lo que me interesa es la crítica como una comunión temporal antes que una evaluación. Una crítica que sea lenta, descriptiva, subjetiva. Una crítica que valore procesos y experiencias antes que dar su opinión, y que su lenguaje sea tan intrincado como su mirada. Nuestros ojos aún tienen que ajustarse. Debemos bajar la velocidad. Debemos perdernos. Sólo será entonces cuando el negro sea algo más que negro, será todos los colores del espectro. Si el arte no es más que «una solicitud de atención materializada», como el académico D. Graham Burnett alguna vez señaló, entonces el papel de la crítica es, simplemente, otorgarla y otorgarla bien, durante el tiempo que sea necesario

 

1. Jennifer Roberts. “The Power of Patience”. Harvard Magazine. 2013.

2. Andre Russethw. “There Are Fewer Than 10 Full-Time Art Critics in the U.S. (Updated)”. Observer. 2013.

3. “Williams Gibson: On Technophobia and the Power of Film”. Literary Hub.

4. Brian Droitcour. “Vernacular Criticism”. The New Inquiry. 2014.

5. Lewis Hyde. The Gift: Imagination and the Erotic Life of Property. New York: Vintage Books, 1983.

6. Patricia Hampl. “The Dark Art of Description”. Iowa Review 38, no. 1 (Spring 2008): 74-82.

7. Alix Rule y David Levine. “Triple Canopy – International Art English by Alix Rule & David Levine”. Triple Canopy.

 


Anya Ventura es crítica y escritora. Es colaboradora del Centro de Arte, Ciencia y Tecnología del MIT y estudiante de escritura en la Universidad de Iowa. Sus textos se han publicado en Artforum, The Huffington Post, Art New England e (in)Visible Culture. 


Este texto fue publicado en Temporary Art Review, en febrero de 2016.
Traducción del inglés de Abel Cervantes y Carolina Haaz.

 

 

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