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Tatiana Huezo, Tempestad (2016).

3 documentales sobre violencia de género. Hacer visible lo invisible

Ensayo 25.11.2019

Hipatia Argüero Mendoza

Presentamos tres documentales mexicanos que exploran la violencia de género y retratan las experiencias de sobrevivientes en su narrativa.

Resulta un tanto inquietante encontrar belleza en el sufrimiento. No es algo nuevo ni ajeno en el arte; es, si acaso, una constante a la que como espectadores y habitantes de la distopía que es el mundo —en particular la que es y ha sido México— nos hemos acostumbrado. En un país en alerta de género constante, repleto de portadas de nota roja en cada esquina, publicaciones que muestran la violencia en primera plana (y muchas veces con el filtro de un juicio moral enraizado en el machismo más profundo), ¿qué alternativas existen para digerir las estadísticas, para acercarnos a realidades terribles y crear, en lugar de escándalo y asignación de culpas (por lo general señalando a las propias víctimas de la violencia), empatía y entendimiento? ¿Cómo podemos generar un cambio en un mundo que se niega a ver a las mujeres como seres valiosos en sí y no solamente por tener un vínculo —el que sea— con un hombre? En los últimos 10 años, la violencia contra las mujeres en México no ha disminuido. Las cifras son alarmantes, tal y como muestra un artículo publicado en el Excélsior el pasado 7 de noviembre: «en 2006 se estimó en 67% el porcentaje de mujeres que han vivido algún episodio de violencia a lo largo de sus vidas; en 2011 el indicador fue de 62.8%, pero en 2016 se registró un nuevo incremento para ubicarse en 66.1%». Pero pensar en términos de porcentajes resulta demasiado abstracto; un número que no parece decir que todos los días, todas, convivimos con mujeres que han sufrido violencia por ser mujeres. Quizá los datos de la ONU resulten más esclarecedores: 1 de cada 3 mujeres han vivido violencia física o sexual (en la mayoría de los casos ejercida por una persona conocida); en 2012, 1 de cada 2 mujeres asesinadas fueron asesinadas por su pareja o algún miembro de su familia; 74% de las víctimas de la trata de personas son mujeres o niñas, de las cuales 3 de cada 4 son explotadas sexualmente. Resulta más fácil repetir las cifras sin humanizarlas. ¿Quién es el 62%? ¿Quiénes son esas 3 de cada 4?

En 2017, tres documentales mexicanos que llegaron a nuestras pantallas pusieron caras y voces a esas cifras. Y aunque tratan temas distintos y cada uno los aborda con un estilo particular, tienen dos cosas en común: fueron realizados por mujeres y su aproximación a la violencia es más poética que gráfica, más testimonial —directamente de las bocas de quienes viven esta violencia— que reportaje. Me refiero a Batallas íntimas (Lucía Gajá, 2016), Tempestad (Tatiana Huezo, 2016) y el cortometraje animado Amor, nuestra prisión (Carolina Corral, 2017).

Los símbolos del amor romántico, incluso los modernos, dicen mucho sobre la concepción social del mismo. Cientos de candados en un puente, decorados con frases de pertenencia, de permanencia: juntos por siempre, eres mía, soy tuyo. Pero en ese candado, en ese pronombre posesivo, viene implícito un encierro, una condena. Una puerta se ha cerrado y no hay salida posible. El amor como posesión se plantea desde los rituales que más tomamos por sentado. Consideremos, por ejemplo, la entrega de una mujer, de un hombre a otro (un simple cambio de dueño) tras caminar de blanco (o el color cultural de la pureza) a lo largo de un pasillo hacia el altar el día de su boda: remanentes de la transacción económica que aún hoy es el matrimonio. Sin olvidar, claro, esa sentencia final: «hasta que la muerte nos separe», frase que adquiere un significado mucho más oscuro a la luz del documental Batallas íntimas de Lucía Gajá, el cual llega a salas comerciales mexicanas en el contexto del Día Internacional para la Eliminación de la Violencia en contra de las Mujeres y las Niñas y los 16 días de activismo que la ONU impulsa cada año para crear consciencia sobre temas de violencia de género. Pero no sólo llega en ese contexto; llega en el final de uno de los años más violentos en nuestro país y en el mundo, entre desapariciones y feminicidios, entre amenazas contra las mujeres que se pronuncian de manera pública y un desprecio generalizado ante el aumento de voces que gritan cada vez más fuerte: ni una menos, yo también.

Lucía Gajá, Batallas íntimas (2016).

Este largometraje de muestra los testimonios de cinco mujeres, e intervenciones de dos más, que sobrevivieron a la violencia doméstica. «El amor no debe doler», explica Lehra, residente de Nueva York, antes de apuntar que se trata de una verdad difícil de asimilar en un mundo que nos enseña que sí, para las mujeres el amor duele, como la belleza, como la felicidad. Las palabras de estas mujeres, provenientes de diferentes contextos socioeconómicos, de países en desarrollo y del llamado «primer mundo», muestran un problema mundial; esta guerra que se vive entre los muros de la privacidad, como si la violencia no fuera una pandemia y como si ser violentada fuera una fuente de vergüenza. El trabajo de Gajá no muestra moretones, aunque las secuelas del abuso muchas veces son visibles décadas después de ocurridas; no muestra sangre, ni huesos rotos; lo que muestra es una alternativa: que es posible salir de un círculo de violencia, que los sistemas gubernamentales y callejones sin salida de la burocracia no son la única vía, sino que también existen iniciativas ciudadanas, por lo general encabezadas por mujeres que han pasado por lo mismo, para terminar con el ciclo de violencia y permitirle a mujeres que han sido despojadas de su hogar empezar de nuevo, pero sin olvidar jamás por lo que pasaron. Gajá le da una oportunidad a estas mujeres —Marta en México, Carmen en España, Ruksana en India, Minna en Finlandia y Lehra en Estados Unidos— de contar su historia y apropiarse del pasado terrible que han dejado atrás para compartirlo con un mundo que necesita escuchar estas voces que, cuando están aisladas, parecen pocas. Como película coral, construida a través de un montaje poético que resignifica los símbolos del amor mencionados arriba, al tiempo que yuxtapone recuerdos con la fuerza de un presente libre de violencia, resulta estremecedora pero esperanzadora. Somos muchas y no estamos solas. Y por más íntimas que parezcan nuestras batallas, en realidad conformamos un ejército capaz de llevar estas realidades al espacio público, para lo cual el cine representa una verdad importante.

Lucía Gajá, Batallas íntimas (2016).

Tempestad, el multipremiado documental de la directora Tatiana Huezo estrenado en 2016, y ahora la apuesta de México para los premios Óscar y Goya, no sólo es profundamente doloroso, sino también extrañamente hipnotizante; una experiencia cuyo disfrute incomoda, un laberinto de imágenes y sonido casi onírico, cuyo ritmo de voces y miradas envuelve al espectador a lo largo de un viaje que atraviesa a México de norte a sur (y a quien lo vea de la cabeza al estómago). La belleza visual y poética de este documental permite un acercamiento íntimo a dos personajes cuyas historias se cruzan sin tocarse, tejiendo una narrativa compleja alrededor del miedo y la impotencia que sentimos de manera colectiva a través de dos retratos extremadamente individuales que tienen un punto común: mujeres que han sobrevivido a pesar de haber sido despojadas de todo. La estética impecable de este documental es tan conmovedora como los casos que presenta, reales y vigentes, como tantos otros en esta tempestad de violencia y crimen en la que vivimos, la cual prefiere enterrar que resolver.

Tatiana Huezo, Tempestad (2016).

Tempestad muestra una lucha incansable en un país en llamas, un sistema de justicia roto que culpa y encierra a quienes no pueden defenderse, tuerce verdades y se conforma con resoluciones fabricadas; un sistema que no valora la vida y no titubea a la hora de pronunciar una muerte o una sentencia, que vive conforme a la máxima popular de pagan justos por pecadores. Pero, al igual que Batallas íntimas, Tempestad da voz a personajes a quienes la voz les ha sido sistemáticamente arrebatada.

La mayor parte de la película es un trayecto en autobús, planos de carreteras mojadas y ventanas lluviosas acompañadas de una voz en off que narra a detalle una injusticia, a veces con un tono lejano, derrotado, a veces con el quiebre provocado por el nudo del recuerdo, pero también con cierta furia. El retrato de Miriam Carbajal Yescas, quien fue encarcelada, torturada y maltratada porque le «tocó» ser pagadora —pagar por el crimen de otro, servir como suplente de aquellos que lucran con la muerte y el tráfico de personas— se construye en los rostros de las mujeres que vemos a lo largo del camino, y así, sin jamás mostrar su propio rostro, la conocemos. Este viaje se complementa con otro largo trayecto, uno que arrancó en 2004 cuando Mónica, la hija de Adela Alvarado, fue secuestrada. A diferencia del retrato de Miriam, en el de Adela ella está presente de manera decidida, completa. Su cuerpo, sus gestos, su rostro: toda ella es lucha y resistencia. Su familia y su entorno en el circo en el que ha trabajado toda su vida, haciendo reír a pesar de todo, es el escenario en el que se narra la desaparición de una mujer que podría ser todas, que un día iba a la escuela para nunca regresar.

Tatiana Huezo, Tempestad (2016).

En su cortometraje animado documental, Amor, nuestra prisión, el cual ha participado en diversos festivales este año, Carolina Correa aborda la necesidad de las presas de sentir amor en el encierro, de sentirse deseadas a pesar de la violencia que esto muchas veces implica. Las creadoras de esta pieza que conjunta animación y representaciones gráficas de la correspondencia que las mujeres del penal de Atlacholoaya en Morelos reciben, así como los testimonios en voces de las presas, exploran el mundo fantástico de las palabras y cuán poderosas pueden ser en un contexto en el que la imaginación es la única fuente de libertad. Sin embargo, la idealización del amor conlleva un riesgo que expone a las presas al maltrato, abuso y violencia durante las visitas con sus parejas en el penal varonil. En seis minutos, Amor, nuestra prisión construye un universo oscuro en el que el amor propio es la única salida, pues en un contexto social en el que las mujeres son tratadas como objeto y sometidas a diferentes tipos de violencia de manera cotidiana, las mujeres que viven en la cárcel enfrentan aún más violaciones a su humanidad. «No quiero un hombre para casarme, sólo alguien que adormezca mi autoestima devastada», dice una voz para explicar por qué, a pesar de los golpes, no quieren arriesgarse a perder sus únicas oportunidades para tener un contacto erótico.

Carolina Corral, Amor nuestra prisión (2017).

Pero lo que Gajá, Huezo y Corral muestran en estos viajes sensorial e intimistas es lo que no vemos en cada puesto de periódicos; es el dolor que no se suele contar, el que no imaginamos y sólo podemos sentir a través de la poesía visual de un viaje recreado, pero sobre todo, de las voces que lo narran. Y esto es lo que hace a estos documentales piezas importantes para entender la realidad actual para las mujeres en México.

En estos documentales, dos personajes encuentran la libertad de narrar y narrarse, de reconstruir su viaje, su búsqueda y sus anhelos, encontrar compañía en la soledad del anonimato de un viaje compartido, en el que múltiples miradas revelan complicidad por el miedo de desplazarse a través en un presente incierto o por la vergüenza de vivir un infierno en el hogar. Quizá lo que necesitamos para enfrentar este presente sea, precisamente, encontrar poesía en la tormenta.

[29 de noviembre de 2017]

Hipatia Argüero Mendoza

Es crítica de cine y guionista. Estudió Guión Cinematográfico en el Centro de Capacitación Cinematográfica, y es fundadora de Malamadre A.C.

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