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Claudia Fernández, Ceremonia (2017). Vista de instalación. © Agustín Garza. Cortesía del Museo Tamayo.

Mediaciones. Algunas preguntas por las condiciones de visibilidad del arte en el presente | Parte I

Columna 30.08.2017

Daniel Montero

Daniel Montero reflexiona sobre las relaciones entre la experiencia del arte y los espacios e intereses comerciales en el arte contemporáneo.

En el más reciente artículo publicado por el Blog de Crítica llamado «¿Hacia dónde va el arte? (Exit through the gift shop)», María Paz Amaro se quejaba, entre otras cosas, de la relación cada vez más indistinta entre la experiencia del arte y la de un espacio comercial. A partir de la exposición Ceremonia de Claudia Fernández, exhibida hasta el 20 de agosto en el Museo Tamayo, que presenta fundamentalmente una colección de artesanías de todo tipo y de toda la República Mexicana, Amaro hace una reflexión sobre las incongruencias entre el texto de sala y la obra, la similitud con la manera en que están dispuestas las artesanías en el espacio y los escaparates comerciales (FONART, por ejemplo) o museísticos (museos de antropología y etnológicos) en detrimento de otro tipo de orden mucho más aleatorio y libre, que permitiera una asociación mucho más afín con el caos nacional. Amaro afirma:

No sé si fue deliberado de parte de la artista, el curador o el director del museo disponer del espacio último como estrategia que da paso a la tienda de objetos del Museo Tamayo. Enseguida encontramos piezas cercanas al refinamiento de las artesanías ya vistas, sumadas a la nueva reinterpretación de artistas y firmas de diseño.

Y luego, al final:

En lo que no estoy de acuerdo es en el desmesurado intento por tener contentos a todos: público, medios, cultura administrada, etcétera. En el cúmulo de posibilidades, probablemente me vuelva yo uno más que hubiera deseado ver algo distinto al salir por la tienda del museo y reconocer que una sala y otra tienen, como los monumentos turísticos o las ferias de juegos mecánicos y sus tiendas de souvenirs, una continuidad lógica. O quizá sea demasiado tarde para seguir resistiéndose a la idea de que el artista, el museo y sus gestores vienen a configurar una respuesta distinta y crítica del mundo que los rodea.

El texto de Amaro reitera la relación entre el arte y el aparato comercial en detrimento del primero, y de una experiencia con el arte que no termina de ocurrir. O sí ocurre, pero es una experiencia mediada. Así, a la autora le gustaría que la obra se separara de algún modo de esa evidencia comercial y que se vinculara con la vida en relación al caos actual que vive el país. Le hubiera gustado que los directamente involucrados «configuraran una respuesta distinta y crítica del mundo». Cuando afirma que la obra de Fernández se circunscribe a las clasificaciones de Linneo o a la de las tiendas comerciales en donde se promueven ese tipo de mercancías, a lo que está aludiendo es a una doble artificialidad: la de la colección clasificada, racional y a la del orden que establece el mercado, escindida de la experiencia. Sin embargo, ella misma alude, sin darse cuenta, a una mediación que está circunscrita en el aparato del arte y que lo hace funcionar como una estrategia crítica: su relación con el contexto.

Así, una vez más y en ese nuevo texto, vuelve a aparecer la mediación del mercado en toda la ecuación, mediación que no permite esa experiencia con el arte. A pesar de que el texto de Amaro no responde directamente la pregunta central (¿hacia dónde va el arte?), una pregunta que no creo que nadie pueda contestar, lo que sí deja en claro es que precisamente la experiencia del arte contemporáneo es una experiencia mediada (por el mercado, por las instituciones artísticas, por los curadores, por las redes e incluso por su imagen). A eso, que para muchos ya es obvio, me gustaría añadirle algo más: lo que se pone a discusión cada vez que aparecen este tipo de reflexiones es la nueva rearticulación del espacio público y privado, una rearticulación que no sólo tiene efectos teóricos en relación a la crítica y a la política, sino que es la evidencia de que estos espacios se han transformado sustancialmente en los últimos 20 años y necesitan una redefinición.

Es evidente que en un texto de estas características no puedo emprender semejante empresa. Lo que sí puedo hacer es señalar que la relación que tenemos en la actualidad con la esfera pública y con la privada no depende ya sólo de una relación discursiva, como lo apuntaba Habermas, sino también de una relación económica y de una relación con las imágenes, las dos de forma conjunta e indisociable.

Para Habermas, la idea de «esfera pública» designa un escenario en las sociedades modernas occidentales en las que la participación política se promulga a través del habla. Es el espacio en el que los ciudadanos deliberan sobre sus asuntos comunes; por lo tanto, un campo institucionalizado de interacción discursiva. Este escenario es conceptualmente distinto del Estado; es un sitio para la producción y circulación de discursos que en principio pueden ser críticos del Estado. La esfera pública, en el sentido de Habermas, es también distinta de la economía oficial. No es un ámbito de relaciones de mercado, sino una de las relaciones discursivas, un escenario para debatir y deliberar en lugar de comprar y vender. Por lo tanto, este concepto de esfera nos permite tener en cuenta las distinciones entre aparatos de Estado, mercados económicos y asociaciones democráticas, distinciones que son esenciales para la teoría democrática.

Sin embargo, esos espacios de relaciones, que en principio dependían del habla, ahora están cada vez más vinculados a intereses privados sujetos a condiciones económicas. No es que dejen de operar al nivel de la comunicación, sino que ésta se ha visto directamente afectada por una réplica posible en, por y desde las imágenes. En efecto, no es sólo que la relación entre lo privado y lo público se haya tensado de maneras insospechadas, sino que a su vez la imagen de lo privado (la imagen como lo privado) es la que media en esa posible relación en la esfera pública a través de las imágenes. A su vez, esas imágenes que están en la esfera pública, y que son apropiadas y reutilizadas, afectan directamente en el espacio privado porque empiezan a funcionar no sólo como modelo, sino como estereotipos que conforman y producen ciertas subjetividades. Es en ese sentido que la esfera pública es posible, y, cada vez más, por intereses privados.

Esto ha tenido repercusiones muy poderosas en el campo del arte y ha afectado tanto su forma de producción como las maneras en que opera en el espacio público. Si bien es cierto que el campo del arte siempre ha estado mediado por intereses de diferentes tipos, el espacio de la crítica y las posibilidades de la política como desacuerdo tienen que ver cada vez más con las formas en que los intereses económicos se reparten y se codifican en imágenes. Por eso, no es casual que el asunto de la crítica y su crisis, que se ha enunciado en los últimos 15 años, más o menos, sea un tema reiterado. No es que la crítica de arte haya dejado o no de ser efectiva. Es que su campo de operación ya no está en la esfera pública como había sido descrita; ahora está en función de esa medicación económica.

Por eso no es casual que el texto de Amaro se dirija al lugar al que apunta, así como muchos otros textos que recientemente se han publicado al respecto (algunos en esta revista) y que ponen en juego las nuevas funciones y operaciones de los productores, los espectadores y los espacios público-privados. Por eso tampoco es casual que en el texto que escribió el grupo Arte y Trabajo BWEPS, llamado «NAFTAlgia», en la revista electrónica Campo de Relámpagos reconozcan que ellos forman parte de una generación cuyas relaciones sociales estuvieron mediadas por imágenes en el momento de la liberación económica de la década de los noventa. Ese texto es representativo porque muestra, desde una experiencia imaginada y colectiva (el texto se escribe a doce manos simultáneamente), los intereses y la constitución de las esfera pública de esa generación, un asunto que nos afecta de forma cada vez más intensa con la presencia ineludible de las redes. Es momento entonces de reelaborar una teoría de la esfera pública que pase por las consideraciones económicas y de las imágenes. Desde esa perspectiva, es momento también de reconsiderar las funciones y los lugares de la crítica y de la política.

 

Daniel Montero

Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es autor del libro El Cubo de Rubik: arte mexicano en los años 90.

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