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Archigram, Instant City, 1960 c. Tomada de Pinterest.

La apropiación afectiva del espacio público

Columna 26.04.2017

Renata Becerril

Renata Becerril reflexiona de qué forma las decisiones que se toman respecto al diseño del espacio público se hacen notar en el entorno de sus habitantes.

El espacio público se ha degradado. Entre su privatización, la desintegración social y el desinterés de los gobernantes estamos perdiendo la conexión social física. En otras escalas, se vuelve casi apocalíptico visualizar un futuro en donde las redes sociales vorazmente reemplazan este espacio y las guerras contemporáneas promueven la devastación de todo aquello que hace a la vida posible y es identitario de un lugar.

Sin embargo, a lo largo del siglo XX, los creadores y pensadores sentaron los principios conceptuales para reclamar y replantear el espacio público. Hoy las disciplinas creativas están demostrando que, desde la sociedad, es posible construir un espacio vital —que afirme la relación entre lugar y sociedad, y que contribuya a la transformación positiva de ésta.

Christopher Alexander, profesor de arquitectura de Berkeley, ha escrito ampliamente sobre la capacidad que tienen los espacios de afectar benéficamente al desarrollo y bienestar humanos, cuando las personas son quienes diseñan su entorno. La realidad es otra. Durante los años sesenta el crítico francés Guy Debord puntualizó que las relaciones sociales estarían mediadas por imágenes, suprimiendo así lo geográfico y respondiendo a la necesidad capitalista satisfecha en el urbanismo por la congelación visible de la vida.

Bien podríamos hablar de una cuarta era de la máquina —en las primeras, Reyner Banham confirma la naturalización de la tecnología en nuestras vidas en Teoría y diseño arquitectónico en la primera era de máquina, de 1960— en donde, permanentemente interconectados, podemos prescindir de nosotros, del otro, del lugar. Algunos estudios arrojan que en nuestra vida pasaremos 5.4 años en redes sociales, lo que podría equivaler a pasear 93mil veces a un perro o ir 32 veces a la luna.

¿Qué queda entonces del espacio público, cuando no sólo la tecnología si no también los intereses capitalistas disuelven el sentido de lugar? Tomar una foto de un edificio desde la banqueta ya es una acción prohibida en varios países, y es que la privatización de lo público en las ciudades está escalando. La naturaleza de lo urbano está cambiando en gran medida por la proliferación de los POPS —espacios públicos de propiedad privada, por sus siglas en inglés— a pesar de movimientos ciudadanos, como el que vimos recientemente en México, que se manifiesten en su contra.

Contradictoriamente, las utopías han probado ser la solución a presentes extremos. El visionario inglés Cedric Price —a través de su acercamiento contestatario a la arquitectura— planteó que mediante un uso correcto de las nuevas tecnologías el público podría tener un control sin precedentes sobre su entorno. Fun Palace, uno de sus proyectos utópicos, imaginaba una megaestructura itinerante de andamios para acoger a 55mil personas en espacios culturales abiertos reprogramables por sus usuarios.

En la década de los sesenta, comparten esta visión Archigram, el grupo inglés de arquitectos con una visión provocativa del futuro, con proyectos de títulos sugerentes como Instant City o Walking City; y el arquitecto húngaro-francés Yona Friedman, con proyectos utópicos de megaestructuras urbanas que empoderaban al usuario. Estas «arquitecturas» debían funcionar como detonadores en el espacio público para provocar la acción activa de los habitantes en la construcción ideológica y física de su entorno.

Existen también probados ejemplos del poder transformador en ámbitos sociales, culturales, urbanos y económicos que son resultado de estructuras creadas efímeramente por ferias o festivales. De la Torre Eiffel, construida para la Exposición Universal de 1889 y pensada para permanecer 20 años, escribió el filósofo francés Roland Barthes: «más que entrar en contacto con un objeto de veneración histórica, como en el caso de la mayoría de los monumentos, es entrar en contacto con una nueva naturaleza, aquella del espacio humano».

Cambios estructurales positivos de la vida en las ciudades han sido suscitados por festivales o exposiciones. Las estructuras creadas a lo largo del río Támesis para The Festival of Britain, que conmemoró el centenario de la Exposición Universal de 1851 —la cual dejó como legado, entre muchas otras cosas, el parque público más grande del centro de Londres—, detonaron la hasta entonces inexistente vida social en el espacio público londinense: restaurantes al aire libre, caminatas en el río, grafiti. La sociedad también se ha empoderado para reactivar y reapropiarse del espacio que naturalmente le pertenece; de Detroit a Copenhague, los ejemplos de regeneración urbana a través del arte urbano o la ecología son contundentes.

Sociedad, creadores y pensadores son actores instrumentales, pero el espacio público de verdadero significado social debe tener entrada en la agenda política si queremos lograr reincidir positiva y permanentemente en él. Richard Rogers, junto con el exregente de Londres, han demostrado este fenómeno a través de la creación de instituciones y proyectos como 100 Espacios Públicos. Probablemente el arquitecto de mayor influencia política de nuestros tiempos, Rogers cree firmemente en el poder del espacio urbano como agente de cambio en el modo en que la sociedad opera.

Como apunta Don Mitchel, profesor de geografía de la Universidad de Siracusa, en The Right to the City: Social Justice and the Fight for Public Space, para muchos gobiernos es peligroso que «al reclamar espacio en público, al crear espacios públicos, los propios grupos sociales se vuelvan públicos». Pero más peligrosa es una sociedad desempoderada, desprovista de un espacio de liberación y esperanza, carente de un lugar democrático generador de conexiones.

«No vivimos dentro de un vacío que puede ser coloreado con diversos tonos de luz, vivimos dentro de un conjunto de relaciones que delinean sitios», afirma Foucault. En las situaciones efímeras que crean los festivales y que la gente se apropia, en los rincones que usa la gente para reír y llorar, y en las visiones utópicas traducidas en acciones existen las relaciones necesarias que construyen hacia una apropiación afectiva y efectiva del espacio público.

Renata Becerril

Es curadora y crítica de diseño. Fue la Directora fundadora del festival Abierto Mexicano de Diseño. Ahora es directora y fundadora de CAPITALES, una galería itinerante de piezas one-off y Directora Creativa de la agencia Trendsétera. Tiene un maestría en Diseño Contemporáneo por Kingston University y el Design Museum en Londres, en el que trabajó y del que es asesora para su exposición anual Designs of the Year. Ha trabajado en Vitra Design Museum, escrito en varias revista y publicaciones y realizado exposiciones para el Banco Mundial y el London Festival of Architecture, entre otras.

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