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Still de Un final feliz, Michael Haneke, 2017. Tomada de YouTube.

Haneke y la crisis de la moral burguesa. Un final feliz

Reseña 10.07.2018

Andrés Arce

«Un final feliz» presenta un relato sobre una crisis familiar y el desarrollo de los lazos afectivos en ella.

Podría decirse que cuando uno va a ver una película de Michael Haneke sabe, en cierto sentido, qué esperar. No porque sus tramas sean simplonas o predecibles, sino por el estilo un tanto sombrío de los dramas psicológicos que se han convertido en el sello de este director austriaco. Sus películas, que algunos califican como «existenciales», muestran sutilmente, sin sentimentalismo ni grandilocuencia artificiosa, el lado menos amable que acompaña a todas las acciones y relaciones de los seres humanos. Quizás el título de su nuevo filme sea una alusión irónica a esta característica de su filmografía, ya conocida por buena parte del público. Un final feliz, como invita a deducir su cartel, es una película sobre la familia. O, para ser más precisos, una película sobre la crisis actual de la familia. No se trata de un lamento escandaloso al estilo del Frente Nacional por la Familia o de La Manif Pour Tous, sino de una exploración —bastante cruda y distanciada— de las nuevas formas que han tomado las relaciones afectivas en lo que va de nuestro joven siglo.

El papel que ha tenido la tecnología en esta transformación nos es conocido a todos, si bien no en un nivel teórico definitivamente en uno vivencial. Haneke convierte esta circunstancia en un recurso narrativo: tanto la primera como la última escena de la película están grabadas con un celular. En la primera vemos una especie de livestreaming, en el que alguien intercala escenas de la vida cotidiana con revelaciones íntimas sobre la relación que tiene con su madre. Después anuncia que intentará matarla con pastillas. La escena que sigue a este breve prólogo muestra un derrumbe en una construcción en la ciudad de Lille, Francia. Después vemos a una mujer que escucha en el teléfono sobre un accidente, sobre alguien que está en el hospital. No sabemos bien si se trata del accidentado de la construcción o de la madre del voyeur de la primera escena. Al poco tiempo empiezan a aclararse las cosas: el voyeur es una chica de trece años llamada Eve y la mujer que hablaba por teléfono, dueña de la empresa a cargo de la construcción donde ocurrió el accidente, es su tía Anne. Ambas pertenecen a una familia de la alta burguesía francesa, que vive en una enorme casa en Calais, al borde del Canal de la Mancha. Su apellido es Laurent.

Still de Un final feliz, Michael Haneke, 2017. Tomada de YouTube.

El director nos presenta a la familia Laurent cenando en un elegante comedor. Se trata de la primera vez en muchos años que Eve cena con su familia paterna. Georges, el patriarca, es un anciano arrogante y amargado, aquejado por los primeros indicios del Alzheimer. Sus hijos son Anne y Thomas, una exitosa empresaria de la construcción y un afamado cirujano, padre de Eve. En la mesa están también Anaïs, segunda esposa de Thomas; y Pierre, el hijo de Anne, un joven alcohólico que herederá la empresa de su madre. Los sirve una pareja de origen árabe: Rashid y Jamila. Desde este primer momento el espectador puede notar que la familia Laurent está lejos de ser esa «familia ideal» que tan a menudo vemos en la gran pantalla. Las tensiones y desencuentros se dejan ver durante toda la cena, e irán haciéndose más profundos a lo largo del filme. El deseo de muerte, la apatía, la ambición, las infidelidades, el miedo al fracaso, el abandono, el distanciamiento y el narcisismo tejen una compleja trama de intrigas, que impide a la familia Laurent guardar siquiera las apariencias de ser una «familia bien».

Still de Un final feliz, Michael Haneke, 2017. Tomada de Cinexcepción.

Probablemente todos hayamos escuchado el lugar común que dicta: «la familia es la base de la sociedad». No se trata de una frase nueva. Desde el comienzo de la modernidad y el auge del estilo de vida burgués, se ha mantenido la creencia de que la familia nuclear es la unidad mínima política y moral, una especie de célula que reproduce y posibilita el funcionamiento del poder del Estado. De la mano de esta idea se han producido incontables obras artísticas que glorifican la vida familiar, presentándola como el crisol de la respetabilidad y de las buenas costumbres, como una fortaleza infranqueable de amor, ternura y felicidad en un mundo siempre hostil, siempre cambiante. Un final feliz es el reverso de todas estas obras, la contraparte del discurso exaltado sobre la familia y la moral burguesa. Pero su alcance es incluso más amplio, pues si la familia es la base de la sociedad, una crisis de la familia implica también una crisis de la totalidad social.

Still de Un final feliz, Michael Haneke, 2017. Tomada de YouTube.

Este último tema es abordado por Haneke a través de varios elementos de la película. Especialmente significativo es el hecho de que los Laurent vivan en Calais, ciudad que se ha vuelto famosa por ser uno de los puntos clave de la «crisis migratoria”» que atraviesa Europa desde hace algunos años. En varios momentos de la película vemos grupos de hombres africanos que se integran silenciosamente a la escenografía. Nunca los escuchamos hablar, no conocemos sus nombres. Sin embargo, su presencia no puede ignorarse. Aunque silenciosa, resulta especialmente discordante entre la vida de cenas elegantes, tardes en la playa y negocios millonarios de los Laurent. Es quizás la huella de lo que el filósofo camerunés Achille Mbembe llama «el lado nocturno de la democracia»: ese abismo de miseria, violencia y explotación que, aunque ignorado, ha existido siempre como condición de posibilidad del bienestar material de las democracias liberales europeas, de su mundo de garantías individuales y costumbres razonables. Si las familias y los individuos tienen toda una trama de intrigas que ocultan para aparentar una «normalidad funcional», la sociedad que construyen tiene también un lado inconsciente, una sombra que se rehúsa a mirar y de la cual depende su mera existencia. Sin embargo, como evidencian la historia de los Laurent y el accidente en la construcción, las apariencias no pueden guardarse para siempre.

Still de Un final feliz, Michael Haneke, 2017. Tomada de YouTube.

Así, Un final feliz nos habla no sólo de la crisis de la familia como institución, sino de una sociedad entera en la que todos los vínculos humanos se han deteriorado de manera aguda, sean vínculos familiares, románticos, sociales o laborales. La indiferencia de Thomas respecto a Eve, la condescendencia y negligencia de Anne hacia sus empleados, la repetida tentativa de «indemnizar» materialmente los agravios y las pérdidas producidas por esta negligencia son sólo síntomas, sinécdoques de una crisis mucho más profunda.

Todo este juego entre lo oculto y lo visible es, como dije al principio de este texto, parte del estilo que ha hecho célebre a Michael Haneke. Quienes ya hayan visto películas suyas reconocerán muchos de sus elementos, además de algunas referencias a filmes anteriores (Amor, La pianista, Caché). También muchos de los actores son viejos conocidos: Isabelle Huppert, Mathieu Kassovitz, Jean-Louis Trintignant.

Como ya el título sugiere con ironía, no se trata de una película llena de sorpresas. Es, sin embargo, una película en la que se ve con claridad el talento de uno de los directores más aclamados de nuestro tiempo.

Andrés Arce

Estudió Filosofía en la Universidad Iberoamericana. Ha trabajado como asistente de investigación y ha publicado en algunas revistas universitarias.

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