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Still de Lady Macbeth, 2016. Cortesía de The Culture Trip.

En el silencio de los páramos. Lady Macbeth

Reseña 15.03.2018

Javier Villaseñor V.

Basada en la novela de Nikolái Leskov, Lady Macbeth narra la historia de una mujer en la sociedad victoriana y los crímenes que ésta comete.

Primera escena. Cantos. Un velo, la cara de una mujer sumamente joven —casi una niña— en primerísimo plano; poco más se ve. Se intuye una capilla no demasiado ostentosa —ella interrumpe su canto, voltea en torno a sí. Vuelve a su libro coral, intenta reanudar el canto; algo se lo impide. Vemos incertidumbre —¿miedo?— en su mirada. Por las palabras del canto intuimos que se trata de una boda y, por ende, que al voltear a su costado está mirando a quien sería su marido, pero no lo sabemos —sólo jugamos con la idea. En retrospectiva, la escena parece borrosa, como un sueño. El canto tiene más de fúnebre que de dicha. Entonces recordamos que estamos inmersos en un drama de época —de la época victoriana, con sus rígidas normas, sus ascéticas reglas sociales y morales, donde la religión, la devoción religiosa (que se extiende, así, a devoción a la reina), ocupaba un lugar nodal; puritanismo que buscaba sacarse santos de las canaletas y alcantarillas (gutters) de la sociedad.[i]
Segunda escena. Silencio.

Still de Lady Macbeth, 2016. Tomada de Pittsburg Post Gazette.

Lady Macbeth es la ópera prima de William Oldroyd para la pantalla grande. El filme está basado en la novela corta de 1856 titulada Lady Macbeth del distrito de Mtsensk del escritor ruso Nikolái Leskov, quien, bebiendo del drama shakespeareano, narra los crímenes de una dama burguesa en la Rusia zarista. La labor creativa, sin embargo —quien merece loas por la adaptación—, es de la guionista Alice Birch, quien transporta la novela, la trama, de la opresiva taiga eslava a los claustrofóbicos páramos británicos —que no es baladí; el entorno es un personaje más, un testigo silencioso y amoral que cobija la puesta en escena. La naturaleza del lugar, sus razones y sus fantasmas, fungen como una columna vertebral que da sentido —racional y dramático— a los sucesos del filme.

Pero vuelvo al silencio. A partir de la segunda escena, el filme transcurre en un silencio aparente —aparente digo porque parece que la mise en scéne está montada sobre un bajo continuo, un sonido leve y constante que transcurre desarticulado en el fondo de las escenas —como, por ejemplo, el zumbido ambiental que se escucha cada noche cuando todo guarda silencio, el zumbido de la ciudad vibrando sobre el cual se montan nuestros sueños—. Se puede leer a este sonido como el lejano canto de los páramos que rodean la propiedad (estate) en la cual transcurre toda la trama. Este es, además, un segundo personaje fundamental para comprender los sucesos: la casa, la cual jamás vemos completamente; apenas habitaciones, tomas aisladas de la construcción, fragmentos —lo que aúna, psicológicamente, a la sensación de opresión latente a lo largo de la película. Es en esta opresión como vamos penetrando, poco a poco, en la psique de Katherine Lester (la joven y brillante Florence Pugh), quien acaba de ser desposada —en lo que se entenderá, posteriormente, como un mero acuerdo mercantil— con Alexander Lester (Paul Hilton), hombre que le dobla o triplica la edad y quien se place de los ademanes de servilismo que tanto su joven esposa como los trabajadores de su hacienda le conceden. En el filme, el primer encuentro que vemos entre esposo y esposa sucede en la habitación marital al que éste entra —¿ebrio?— después de que ella termina de ser vestida (por su sirvienta Anna, interpretada magistralmente por Naomi Ackie) con su ropa de cama. Alexander, parado en una esquina de la habitación, la observa. Hace una aseveración sobre el frío y el aire que se cuela por las ventanas y corredores, ella rebate que le gusta el aire fresco; él insiste que las ventanas deberán permanecer cerradas y, por ende, ella debe permanecer al interior de la casa «resguardada de la inclemencia del exterior».[ii] Antes de toda oportunidad de réplica, le ordena que se quite la ropa. Ella duda, pero acaba por obedecer: se despoja de su camisón. Él se limita a mirarla, después se desnuda, quedándose en calzones, apaga la luz de la habitación y se mete a la cama. Katherine queda parada, desnuda, demediada tras la mirada desacreditada de su marido.

Still de Lady Macbeth, 2016. Cortesía de The Culture Trip.

 

El tejido de la narración comienza a hilarse cuando Alexander, por razones no determinadas, debe abandonar la propiedad por cierto tiempo. En un primer momento, la cinta nos sumerge en la rutina claustrofóbica que Katherine debe afrontar y no escatima en recursos —visuales y técnicos— para mostrarnos el tedio, el infierno, que implica la casi ascética vida a la que debe conformarse: tomas sumamente cerradas, carencia de diálogos, tránsito indiscriminado entre días que parecen figurar que el tiempo se ha fundido en una sola e infinita jornada, detalles del lastre que implica estar perfectamente ataviada —los dolores de, por ejemplo, ajustarse el corsé— sólo para permanecer el día en santa contemplación, sentada en un sofá. El único escape es el sueño, letargo que ya se había hecho evidente con anterioridad pero que, en esta etapa, se vuelve una única salida. Hasta que decide salir: primero, enfrentarse al aire fresco, en una escena bellísima en la que se ve a la joven abriendo a la ventana y sintiendo el viento, su frescura, sus aromas, envolviéndola; posteriormente se lanza hacia los páramos —la escenificación cambia, las tomas abiertas se encargan de minimizar, de perder, al personaje entre el entorno, escenas contemplativas y casi idílicas que figuran un renacer en Katherine.

Still de Lady Macbeth, 2016. Cortesía de Vulture.

Es en esta ausencia donde Katherine se encuentra con Sebastian (Cosmo Jarvis): en las caballerizas de la casa, donde él y otros trabajadores se divertían —¿violaban?— con Anna. En un primer encuentro, ella es fría ante él, pero algo despierta su interés, algo la llama —cierto espíritu de aventura, quizá; la incertidumbre que, en un primer momento, la despoja de la monotonía, de su no-vida, del día a día. Este encuentro, que queda sellado posteriormente como desenfreno sexual, culmina por transformar y hacer despertar el carácter de Katherine.

La relación Katherine-Sebastian —ese amor secreto, prohibido— tiene simetrías y resonancias con muchas historias plasmadas por el cine y la literatura; sin embargo, aquella obra a la que apuesta una clara referencia es Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë (1847): ambas enmarcadas por los páramos de la Inglaterra rural, donde éstos juegan un papel fundamental para el desarrollo de los personajes y de la trama. Ambas retratan un amor que, para la moral victoriana, era visto como ilícito, ambas figuran una visión cínica del puritanismo religioso y, sobre todo, ambas figuran un tránsito conceptual entre cielo e infierno.[iii] Existen, incluso, resonancias entre los diálogos de una y otra: el más evidente es aquel en el que Katherine, sentada a un costado de Sebastian, contemplando un río, dice que nada, ni siquiera el infierno, podrá separarlos, el cual hace eco con el erizante monólogo de Heathcliff en el que declara «Catherine Earnshaw, no descansarás mientras yo viva. Dijiste que te maté —¡pues persígueme ahora! El asesinado caza a su asesino. Creo —sé, sobre espíritus que deambulan por la tierra. Quédate conmigo siempre —toma cualquier forma— ¡enloquéceme!».[iv] Hay algo de Heathcliff en Sebastian: la aspereza del carácter, la pertenencia a la clase trabajadora, al servicio, de la casa en la que viven, el pragmatismo de sus personas y, sobre todo, el desenfreno con el que expresan su pasión (al menos, para Sebastian, en un primer momento).

Still de Lady Macbeth, 2016. Cortesía de LA Times.

 

El carácter de Katherine, sin embargo, bebe de otras fuentes. Se obvia la influencia de la Lady Macbeth del drama de Shakespeare, pero allí donde la reina de Escocia alucina con sangre, sangre que no puede ser lavada, sangre que hiede,[v] en Katherine Lester se vuelve una mancha recursiva, una mancha voluntaria, buscada, que más que llevarla al borde de la razón, evidencia que su espíritu se había desplomado hace mucho hacia las profundidades de un abismo insondable, donde su voluntad, su decisión, sus deseos, son los únicos esquemas morales existentes. Existe también, claro está, una influencia de Catherine Earnshaw (Cumbres Borrascosas), en tanto figura como un personaje que se opone a las estructuras (sociales, morales) en las que tratan de encasillarla: ambas encuentran, en la soledad de la bastedad de los páramos, esta esperanza de libertad y de redención que cada una proyecta en la expresión de sus pasiones.

Pero hay más: dentro de las posibilidades que el filme de época permite, Katherine representa la máxima de Simone de Beauvoir, «No se nace mujer, se llega a serlo». Más allá de encarnar la disyuntiva entre sexo biológico y género, el filme atiende a que la opresión vivida por las mujeres se da por imposiciones sociohistóricas que limitan su poder de decisión. La figura de Katherine se responsabiliza de sí misma, dando forma a una antiheroína feminista que aboga por su propia libertad: sexual, espiritual, moral. Se da una contraposición, un contrapunto, entre los personajes de Katherine y la de Anna: la primera figura esta emancipación, esta búsqueda de libertad personal, mientras que la segunda se encuentra completamente esclavizada,[vi] encasillada a su condición de servidumbre, incapaz de todo poder de decisión —cuestión que se acentúa cuando, en la película, ésta pierde la capacidad de hablar, y por lo tanto de expresarse, de emitir un juicio e, incluso —en la conclusión de la trama, en el punto de quiebre del filme—, de defenderse.

Still de Lady Macbeth, 2016. Cortesía de Fandango

 

La última escena es la única musicalizada. El sonido de base, el bajo continuo que domina la narrativa, finalmente se encuentran en un punto donde la figura de Katherine explota. Existe un contrapunto entre el silencio aparente de las escenas y la densidad psicológica de los hechos en pantalla. Sólo el silencio podría ser partícipe de tales acciones, porque sólo observa, sin juzgar —porque, técnicamente, el filme no necesita de otro recurso para darle peso a la trama. Sin embargo, en aquel último acto, la música toma el papel de juez e inquisidor: es fulminante, lo llena todo, se vuelve una metáfora aural de los caminos predestinados para cada uno de los jugadores en aquel juego de ajedrez entre poderes y pasiones. Nos vuelve conscientes del poder del silencio; de cómo, en su nulidad, es capas de expresarlo y acompasarlo todo. Así, el filme crece hasta su climático final; los cánticos iniciales cobran la relevancia necesaria de su fúnebre melodía. Es un círculo perfecto.

La sociedad victoriana buscaba santos y santas. Se aspiraba a que una mujer de clase burguesa, como la que presenciamos en el filme, permaneciera en casa, atendiese y vigilase la hacienda, mantuviera una vida contemplativa cuya única acción intelectual fuera la lectura de sus libros de oraciones, cuya única acción social fuese la asistencia a misa —hecho que se reitera a lo largo del filme con comentarios al respecto, a los cuales Katherine responde con cinismo (o ignora del todo). Lady Macbeth, como propuesta fílmica, hereda el título de la obra shakespeareana, así como dinámicas y articulaciones de personajes; sin embargo, trasciende los esquemas del teatro jacobino para adentrarse en el debate transhistórico sobre nuestros roles (de género, sociales). Y si bien no enuncia un llamado a la acción, el filme desborda a los personajes, los conduce al extremo para que, desde nuestro lado, sentados en la butaca, nos hagamos conscientes.

 

 

[i] Volveré a esta idea más adelante.
[ii] El siniestro páramo cuya influencia ejerce ideales de libertad que el señor Lester quiere evitar que su joven esposa, su propiedad, atisbe.
[iii] Aunando a que, de manera directa, las protagonistas de ambas historias comparten el mismo nombre: Catherine / Katherine.
[iv] «Catherine Earnshaw, may you not rest as long as I am living. You said I killed you —haunt me then. The murdered do haunt their murderers. I believe —I know that ghosts have wandered the earth. Be with me always —take any form—. Drive me mad.» La traducción es propia.
[v] «Here’s the smell of the blood still: all the
perfumes of Arabia will not sweeten this little
hand. Oh, oh, oh!»
[vi] Anotación que no es banal, considerando que se trata de un personaje afrodescendiente.

 

Javier Villaseñor V.

Es licenciado en Arte por la UCSJ. Se ha desempeñado como escritor y curador en el estudio de un escultor y como artista digital de manera independiente. Es fiel seguidor de David Foster Wallace y lector amante de Virginia Woolf. Cree en las letras como un medio de redención. Instagram / Twitter: @filantropofago

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