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Still de El séptimo sello de Ingmar Bergman, 1957. Tomada de Ocultalit.

En memoria de Ingmar Bergman. Doctor mirabilis, cocelestis et diabolis

Destacado 30.07.2020

Praxedis Razo

Para conmemorar el aniversario luctuoso de Ingmar Bergamn, Praxedis Razo nos brinda un análisis sobre la trayectoria del director de cine sueco.

«[En la infancia] era difícil distinguir entre lo que yo fantaseaba y lo que se consideraba real. Haciendo un esfuerzo podía tal vez conseguir que la realidad fuese real, pero seguían apareciéndoseme espectros y fantasmas. ¿Qué iba a hacer con ellos? Y los cuentos, ¿eran reales?», escribe Ingmar Bergman (Upsala, 14 de julio de 1918-Fårö, 30 de julio de 2007) sobre la filmación de Fanny y Alexander (14) en Linterna mágica (Tusquets Editores), libro de notas autobiográficas en torno a sus películas, que salió a la luz en medio de los que él sintió serían sus últimos años creativos, hacia 1988.

Still de Fanny y Alexander de Ingmar Bergman, 1982. Tomada de EuropaEuropa TV.

Tal párrafo, escrito ante lo que sí fue su última superproducción —cuya versión para cine dura casi 200 minutos, mientras que en la televisión fue estrenada en 1982, en cuatro capítulos con 100 minutos extras— define muy bien la visión que tuvo como artista durante poco más de seis décadas de trabajo —tomando en cuenta que antes de su ópera prima, Crisis (1946), ya había dirigido teatro y escrito otras películas, y que luego de su último proyecto, producido exclusivamente para la televisión, Zarabanda (2003), siguió escribiendo guiones—.

«¿Qué iba a hacer con ellos?», se pregunta. Y los fantasmas y espectros de su esfuerzo por creerse en una realidad diferenciada de sus fantasías, se convirtieron en películas. Concluye preguntándose si los cuentos que leía eran reales, y podemos contestar que él, para despejar la duda, los hizo tangibles para nosotros. Hoy, sus casi 50 películas son parte de nuestro imaginario, y ninguna historia del cine puede prescindir de la presencia de diez títulos, por lo menos, para comprenderse.

Retrato de Ingmar Bergman. Tomada de SOCOMPA.

Su primer e indiscutible éxito le llegó con la mirada, en primer plano, de Harriet Andersson, su actriz en Un verano con Mónica (1953). Lejos de sus experimentos entomológicos previos (en Crisis todo es un laboratorio de marionetas), sus juegos de poder entre la vida y la muerte (en Interludio de verano, de 1950, había llegado ya a su máxima decantación), Mónica fue su futuro en el cine. Por la soltura con que la facturó, misma que se refleja en lo que la actriz hace para nosotros, Bergman llamó la atención del público internacional, y eso lo hizo explorar proyectos con más beneficios inmediatos, que fueron de comerciales de jabones Bris a las comedias industriales Una lección de amor (1953) y Sonrisas de una noche de verano (1955).

Pasado ese periodo de apuros económicos, eleva su gran fresco de la posguerra con descaro. El séptimo sello fue su apuesta en 1957, y con ella le dio un giro a su carrera, trastocando todos los parámetros del nuevo cine que emergía de los restos de Europa. Ese vehemente y hermoso canto ajedrecista a la muerte lo hizo trascender a la vez que imponía un aspecto nunca antes sentido en el cine: el luteranismo al fin era representado con ingenio en la gran pantalla.

Still de El séptimo sello de Ingmar Bergman, 1957. Tomada de El País.

De ahí, Bergman vivió en auge hasta meterse en terquedades fiscales con su gobierno, 20 años después casi. Durante ese periodo su solo nombre técnicamente fue sinónimo de la producción de cine en Suecia y, a partir de entonces, su apellido se elevó por encima de su maestro, el gran patriarca del cine nórdico, Víctor Sjöström, pionero del arte del cinematógrafo, dador de un carácter frente a cámara de los paisajes de yerma helada, para definir un estilo cinematográfico en el mundo. Incluso, para honrarlo y revalorarlo, Bergman le levanta uno de los más bellos  monumentos cinéfilos a Sjöström en Fresas salvajes, de 1957, haciéndolo pasar por el padre inquisidor de toda una generación, a través de la ensoñación, es decir de ideales destrozados.

La producción de Ingmar, entre sus 40 y 50 años de vida, adquirió una altura autoral sin concesiones. Su agenda de los conflictos de la sagrada familia, de las dudas ante la presencia de un dios castigador, del oficio poético de los actores, de los vericuetos traicioneros de la mente, de la obsesión por la música clásica, creció como marca registrada de una filmografía que iba confeccionándose con el mote de artística frente a los críticos y espectadores de todo el mundo.

Still de El manantial de la doncella de Ingmar Bergman, 1960. Tomada de Diego Moldes.

Lo bergmaniano iba definiendo un modo de asumir ciertos dilemas morales en el cine, El manantial de la doncella, de 1959, y El silencio, de 1962, son muestras abiertamente explícitas de su responsabilidad discursiva en torno a la posición de la mujer en contextos tan determinados como el medioevo o un ambiente bélico. En su plenitud, toda la década de 1960, Bergman alcanzó la gloria desnudando su alma y, de paso, desnudando a toda Suecia.

Su dedo flamígero se descantaba producción tras producción, imparable, hasta que aterrizó en el shock completo de la maquinaria cinematográfica en sí misma. Persona, de 1966, fue un descubrimiento total, inalcanzable, era el destino manifiesto de Bergman. Después de una estancia larga en el hospital debido a una pulmonía mal curada, y de pasar por una mala temporada como director teatral (él describe esa época como un «bombardeo fétido»), Ingmar Bergman escribió lo que sería Persona en la primavera de 1965, un poco desanimado por no haber podido realizar su ambicioso filme Los antropófagos, basado en el aguafuerte La vieja tienda de antigüedades/La pequeña Dorrit, de Axell Fridell.

En esos mismos meses, Holanda le otorgó, junto a Charles Chaplin (que, por cierto, entre ellos no se toleraban), el premio Erasmus por su contribución a las humanidades. Tal ceremonia, donde lee un poderoso texto titulado «Piel de serpiente», le sirve para esbozar todo lo que acabaría traduciendo en el filme:

 

Si quiero ser completamente sincero, por consiguiente, debo considerar el arte (no sólo el arte cinematográfico) como algo intrascendente. Literatura, pintura, música, cine y teatro se procrean y se dan a luz a sí mismos. Surgen y se aniquilan nuevas mutaciones, nuevas combinaciones, el movimiento visto desde fuera parece nerviosamente vital —no es más que el extraordinario afán de los artistas por proyectar, para sí mismos y para un público cada vez más distraído, la imagen de un mundo que ya no se ocupa de sus gustos o de sus ideas—. En unas pocas reservas, los artistas son castigados, el arte es considerado peligroso, digno de ser reprimido o dirigido. Sin embargo, el arte es libre, desvergonzado, irresponsable y, como ya lo he dicho: el movimiento es casi febril, parece, creo, una serpiente llena de hormigas. La serpiente lleva mucho tiempo muerta, devorada, desposeída de su veneno, pero la piel se mueve, llena de vida bullente.

 

En redonda autocrítica fulmina a la industria que lo cobijaba cual Picasso del cinematógrafo. A lado de Fellini, Buñuel y Kurosawa representaba lo mejor de este arte que en plenos años 60 se cuestionaba su procedencia y su consecuencia, y Bergman se atrevió a dar un salto que los demás no previeron: incendió su propia película. Persona es la inmolación del monje budista en Saigon, la representación de la futilidad del cine frente a la vida, frente a las preocupaciones de la vida.

Esa genialidad nos legó una crisis que unos ignoran, otros también, por conveniencias de diversa índole. Hasta el mismo autor del apasionado fuego tuvo que pasarse por alto su irrupción, y comenzó una serie de espléndidas variaciones (musicales, evidentemente) de toda su obra, a la que vale la pena encomendarse este año que celebramos su centenario, contemplando la enorme y maravillosa impotencia del hombre que trajo a dios al cine para fustigarlo celebrándolo.

 

Praxedis Razo

Encargado de la programación de cine en el Instituto Politécnico Nacional. Comparte créditos de edición en la revista F.I.L.M.E., escribe crónica taurina para La Razón y sobre asuntos literarios para la revista Casa del tiempo de la UAM.

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