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Japón: ¿Qué significa México en el cine mexicano reciente?

22.12.2015

México es lo que existe cuando juega la selección y durante el Grito de Independencia, pero aún más el relato que aparece en los libros de Ciencias Sociales de la SEP, en la obra de los grandes muralistas y en el cine de la Época de Oro. Aparte de eso, generalmente es un Estado. Es un sentimiento, un imaginario y un contrato.

En términos históricos, el contrato social “México”, ha sido particularmente exitoso en generar un sentimiento –uso esa palabra porque suena muy charra– mediante un imaginario en sentidos amplios. El conjunto de los dos últimos puntos puede denominarse “nacionalismo revolucionario” –el término no es mío ni de nadie; sino de todos– y ha sido tan exitoso que, aún resquebrajado, es una mitología muy viva, que sobrevivió al régimen que lo creó, el priista, muy probablemente en estado terminal incluso ahora que está de vuelta en el poder (ejecutivo).

Hace tan sólo unos 100 años, “México” antes que un país, era una ciudad lejana a la que estaban conectados los trenes o los barcos, y lo que importaba era la comunidad inmediata. Al término de la Revolución comenzó a emerger desde varios puntos una narrativa unificadora que debía legitimar primero la lucha contra Porfirio Díaz –que aunque ahora nos parezca muy obvia con las parábolas de “Las tiendas de raya” y “El país listo para la democracia”, entre otras era un problema conceptual porque, como escribió Edmundo O’Gorman en México: El trauma de su historia, implicaba, lo parafraseo y simplifico, borrar los logros políticos de un sistema ordenado tras haber llevado al país al caos– y después convertir toda la historia del país en lucha de clases (el borrón de 300 años de historia que manifiesto en el paso de la “Conquista española” al “momento heroico en donde el pueblo mexicano rompió las cadenas”, es un gran ejemplo). Nos aprendimos la narrativa en la primaria. Estaba y sigue apareciendo en los libros de Ciencias Sociales. Junto con ellos, y a pesar de que el modo en que contamos nuestra historia nos lleva a darle mucha importancia a esos propagandistas a sueldo contratados por José Vasconcelos que eran los muralistas, lo que verdaderamente nos ha dado una imagen unificada de “México” fue la industria fílmica y radial, sobre todo en los años 1950.

Entremos en la materia fílmica. El máximo logro del cine de la Época de Oro es que nos figuremos que todos los pueblos de México eran iguales, con charros, parranderos y jugadores o muy nobles pero muy hombres, y mujeres bonitas, pero de cabello y ojazos negros de rebozo, etc. El cine pintó, muy seguramente “reconociendo las necesidades de fortalecer a la nación”, una narrativa unificadora tan potente que uno espera encontrarse retratos de señores parecidos a Pedro Armendáriz en los álbumes familiares de familias michoacanas, chiapanecas y sonorenses. Conocemos muy bien el retrato.

Opongámosle las historias de nuestras familias. Cada uno de ustedes tendrá una distinta. Yo puedo poner dos ejemplos contrastantes: los Altos de Jalisco y el corredor Mérida-Progreso en Yucatán. Los Altos de Jalisco en la época de la unificación del México rural en el cine era un territorio criollo, mayormente ganadero, donde la vaquería se confundía con la charrería, de un catolicismo muy potente y con relaciones sociales más bien horizontales, era una región de una especie de clase media incipiente. Yucatán, en cambio, estaba profundamente dividido entre la “Casta Divina”, criollos terratenientes, y los “Mestizos”, las comunidades mayas monolingües y empobrecidas, y estaba recibiendo el influjo benéfico de una comunidad libanesa devenida trinlingüe (árabe, español y maya) para hacer negocios con todos los que se dejaran y, por supuesto, había una comunidad mestiza en medio de todos. Los Altos de Jalisco estaban conectados con el Valle de Anáhuac vía tren; Yucatán estaba tan aislado que era prácticamente otro país, más abierto, desde Mérida, a Cuba que al resto de México. Cualquier otra historia regional, aunque sea a penas un esbozo, como estas, puede poner en jaque la mitología del “nacionalismo revolucionario”.

Pero es interesante detenerse a examinar si el cine reproduce o cuestiona su propio legado. Sobre todo en un momento en donde desmenuzar la narrativa es fundamental para plantear nuevas visiones de México, quizá más optimistas o democráticas.

Los primeros resultados de la observación remiten al sobreentendido: México es simplemente el set donde ocurren las historias, el país (o uno de los países) donde están asentadas las casas productoras o la conflagración narrativa en la que ya abundé. Esto puede deberse por un lado a una “clase creativa” globalizada y por otro haber absorbido la narrativa del nacionalismo revolucionario hasta el punto en el que es invisible. Lo más grave es que incluso en películas situadas fuera de la capital, el uso de actores capitalinos, desdibuja la especificidad local. Por ejemplo, tanto en Los insólitos peces gato (Claudia Saint-Luce, 2013), que se desarrolla en Guadalajara, como en Las elegidas (David Pablos, 2015), que está situada en Tijuana, la mayor parte de los actores hablan con acento capitalino. El habla de cada región tiene giros y construcciones únicos, y que dicen tanto como el tipo de personas que la habita, su arquitectura y su espacio ecológico. Cambiando de país, en parte eso es lo que resulta tan atractivo del cine de la salteña Lucrecia Martel.

Lo interesante es dónde están las rupturas del mito. Y si el ámbito rural es la medida, detengámonos en él.

En la última obra relevante de Juan Carlos Rulfo, Los que se quedan (2008), es un amplio retrato de familias marcadas por la migración hacia Estados Unidos. Todas esas familias son rurales, pero lo interesante para este análisis, es que dan un muestrario de las diversidades históricas, territoriales, económicas y de mestizaje de nuestro país. La mayor parte de los asentamientos donde ocurre son improbables: Féliz Ireta, Michoacán; Dzoncauih, Yucatán; Laguna Grande y Monte Escobedo, Zacatecas; San Cristóbal de las Casas; San Andrés, Tlamanca y Las Barrancas, Puebla; Tizapán, Jalisco. Si bien, todas las historias están marcadas por el fracaso de las políticas públicas del siglo XX, el documental muestra una las distinciones entre el contrato estatal que llamamos México y sus realidades específicas.

Pero probablemente el único cineasta que tiene la preocupación genuina por pensar y cuestionar el relato “México” es Carlos Reygadas. El caso es muy evidente en Luz silenciosa (Stellet Licht, 2007), sobre todo en el momento en el que la mesera menonita dice “Cómper”, en medio de una película hablada totalmente en bajo alemán; enfatiza para cualquier mexicano que esos personajes nórdicos están en este país y que su elección no es fortuita. Pero los encuentros de mundos y clases sociales en Japón (2002) y Batalla en el cielo (2005) ya mostraban la preocupación. Sin embargo está expresada sin ambages en el corto Este es mi reino (2010) y en Post tenebras lux (2012). Como el segundo trabajo retoma en gran medida el camino trazado en el primero concentrémonos en él. Se trata de una especie de fiesta en una casa de Tepoztlán devenida bacanal a la que están invitados desde blancos ricos hasta gente que probablemente sea indígena. El hecho de que el encuentro de la diversidad termine en la explosión de un coche, en un vaivén anarrativo del documental a la ficción, es quizá la reflexión más puntual sobre la historia y el presente de México: todo está ahí mezclado, a veces por la buenas y a veces confrontado, y es difícil distinguir el límite entre fiesta y conflicto.

Naturalmente, las historias no terminan aquí. Empieza a haber, por ejemplo, cines regionales en toda forma que circulan tanto por el país como por el mundo. La pregunta está abierta y podría implicar toques utópicos: ¿qué imagen de México quieren los cineastas jóvenes que nos formemos?, ¿quieren perpetuar la mitología priista o plantear problemas y posibilidades nuevas? Ningún artista tiene la obligación de preocuparse ni por la realidad ni por combatir una leyenda –si es que tuvieran una obligación es encontrar una poética–, pero la realidad acuciante de nuestro país exige tomar postura.

 

 

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Abel Muñoz Hénonin es comunicólogo. Fue editor de Icónica y es editor de la Gaceta Luna Córnea. Colabora en La Tempestad. Coordinó junto a Claudia Curiel los librosReflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental(2014). Es profesor de Investigación Cinematográfica en la Universidad Iberoamericana. Japón es la columna mensual del autor en Código con reflexiones en torno al cine mexicano.

 

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