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Vista de instalación de DAME ZERO, kurimanzutto, Ciudad de México, 2018. Fotografía: Omar Luis Olguín. Cortesía de la artista y kurimanzutto, Ciudad de México.

Sarah Lucas: Un viaje al Mictlán. Dame Zero en kurimanzutto

Reseña 20.03.2018

Javier Villaseñor V.

La exposición de la artista británica Sarah Lucas, presentada durante marzo en kurimanzutto, trata la autodestrucción como una búsqueda.

¿Qué ven los artistas internacionales en México que los hace volver? Como si en esta tierra fuesen partícipes de una energía que los lleva en una búsqueda, en una indagación permanente; como si al adentrarse aquí, en el devenir histórico, cultural y social que mantiene el pasado a flor de piel pero con la mirada puesta en un horizonte futuro —los ojos puestos en el ojalá—, encontraran respuestas a preguntas que no sabían que se habían hecho. Es un preguntarse continuo, es encontrar un punto de diálogo en cada rincón e intersección. «Me gusta mucho volver aquí, porque uno tiene nuevos amigos y venir es un trabajo continuo en México. Soy muy curiosa y puedo ir por las calles viendo», declara Sarah Lucas ante las preguntas sobre su opinión al estar de regreso en el país. Dame Zero es la segunda exposición individual de Lucas en México —la primera de la artista en kurimanzutto— y, más que marcar un hito, una nueva tendencia en la producción de la británica, representa una continuación del trabajo que realizó en el país para la exposición que, en 2012, llevó a cabo en el museo Anahuacalli.

Lucas formó parte de aquel grupo denominado Young British Artists (misma corriente a la que se adscribía, por ejemplo Damien Hirst) de la década de los noventa cuyo eje conceptual, marco de trabajo, figuraba un cuestionamiento de los valores tradicionales (roles sociales, roles políticos, roles de género) de su sociedad, como una crítica a la condición humana que impera(ba). Ella, sin embargo, ha encontrado en estas cuestiones un alimento a su impulso creativo: hablar sobre la naturaleza humana es hablar sobre lo que amamos, sobre lo que nos mantiene, lo que nos obsesiona y lo que, irremediablemente, nos destruye —sea una adicción, sea una acción, sea una relación; aquello que Freud vislumbraría en Más allá del principio de placer (1920) como pulsión de vida y pulsión de muerte—. Esto último es una constante en la obra de Lucas, latente en hechos como el material mismo que compone gran parte de las obras: cigarrillos. De acuerdo a declaraciones de la artista, utiliza los cigarrillos porque intentó dejar de fumar en un momento —sin éxito—. Durante aquel tiempo necesitaba hacer algo con las manos, algo para controlar la ansiedad derivada del proceso de abstinencia; entonces tomó los cigarrillos como medio, los tomó de forma obsesiva —y si bien regresó al vicio, el material permaneció como medio de expresión. Es también notable en las obras mismas, donde los procesos de destrucción están implícitos en el acto de creación, de construcción: lo vemos en la pieza central, EPITAPH BLAH BLAH: un auto estrepitosamente accidentado —uno se pregunta, inevitablemente, qué ocurrió con los usuarios: ¿sobrevivieron?— cuyo exterior se encuentra cubierto, completamente, por cigarrillos, trazando la figura de lo que queda aún de la forma del auto. Doble destrucción que, como una doble negación, se vuelve afirmación, construcción: ¿afirmación de qué?, ¿qué nos confirma?: la certeza humana —la de todo ser vivo— de que, indudablemente, moriremos.

Pieza de metal retorcido. Sarah Lucas en kurimanzutto.

Sarah Lucas EPITAPH BLAH BLAH, 2018. Fotografía: Omar Luis Olguín. Cortesía de la artista y kurimanzutto, Ciudad de México.

Las primeras obras a las que nos enfrentamos al entrar a la galería son un par de resinas, bajo el título de Temperance Pear (pera de la templanza), que fuera de toda posible poetización (porque es posible), representan a dos retretes traslúcidos: uno color amarillento (color natural de la resina) y otro colorado en naranja. Representan un primer enfrentamiento con lo abyecto que somos nosotros mismos —porque, sin duda, todos orinamos y defecamos, pero es un hecho que no podemos mirar a los ojos, que de preferencia (porque más allá de la higiene está el pudor) realizamos en cuartos aislados, en recipientes de porcelana debidamente opacos y debidamente equilibrados bajo los principios hidrostáticos de Pascal —y de la ley de gravedad—. Lucas encapsula esto en resina, y lo vuelve un material exhibitivo —bajo el mismo principio de la Caja de zapatos, en la que más que evidenciar el pedazo de cartón, se manifiesta la estructura de donde se presenta: no son los retretes, sino la galería donde se encuentran. Eterna intromisión de lo ajeno.

Hay, por otro lado, un par de esculturas que están basadas en figuras que Lucas observó en el Museo Nacional de Antropología e Historia: dos figuras que le gustaron tanto que se mandó a hacer réplicas con talladores, artesanos, profesionales, para posteriormente intervenirlas, re-interpretarlas. La primera de ellas, CO-YO-TE-COJO (guiño o albur, indicio al acto de perpetración sexual), nos presenta, precisamente, un coyote tallado en cantera y completamente cubierto en cigarrillos; el coyote, figura maliciosa en el imaginario popular, revestido en tabaco, que nos pregunta ¿quién coge a quién? ¿qué coge a qué? —el vicio, la adicción, la perversidad en su máxima expresión —incluso la obra nos mira, uno podría argumentar, con cierta malignidad, con cierta perspicacia, ojos ciegos en papelillo y alquitrán—. La segunda escultura, de esta misma naturaleza, lleva el nombre de HIJOS DE LA CHINGADA y es, en este caso, también un monolito de cantera de una figura animal que queda completamente oculta detrás de las plumas que la artista le adosó. Hay algo de antropología en esto —más allá de la evidente proveniencia de las esculturas originales—, en la visión ritual de revestir a la figura adorada, en el culto a la pluma como materia sagrada: lo divino, destruido. Esta traza de resto arqueológico es también notable en Lotto Desperate, obra vaciada en concreto que figura las botas de casquillo que típicamente utiliza la artista —pero no es meramente un molde: en éste se intuye el tiempo, el uso, el resumen de una historia personal, condensada en un objeto. Si te preguntaran qué objeto usarías para describirte, ¿cuál sería aquella cosa que elegirías para ser portadora de tu espíritu, para ser tu tótem? En este caso, la elección de Lucas es clara. Adicionalmente, interviene estas figuras de concreto con la bandera del Reino Unido, pues le recuerdan a los embrocados y motivos geométricos propios del arte huichol —es decir, algo que funge como medio para la transmisión de una presencia espiritual mayor.

Escultura de animal recubierta en cigarros. Sarah Lucas en kurimanzutto.

Sarah Lucas. CO-YO-TE-COJO. 2018. Fotografía: Omar Luis Olguín. Cortesía de la artista y kurimanzutto, Ciudad de México.

Las piezas en las que más se enfatiza en la exhibición son intervención de dos cadáveres exquisitos, Exquisite Corpse, que figuran a Diego Rivera y a Frida Kahloi —recurrente lugar común de la cultura nacional cuyo espectro trasciende gobiernos y siglos—, pero Lucas se encarga de despojarlos de toda potencia sexual en una intervención que nos hace pensar más en el andrógino. Lo que la artista busca no es representar a un hombre y a una mujer; más allá de ello, se enfoca en representar seres humanos en potencia, en abstracto. Traza la silueta de cada uno de ellos con cigarrillos, utilizando el vicio y la obsesión como medio no sólo técnico, sino conceptual. Lo mismo ocurre con otro dibujo, el que da título a la exhibición, Dame Zero, donde se intuye a una mujer, quizá un autorretrato de la artista, la cual sostiene un cráneo en la entrepierna —indudable discurso de muerte: la vida es un vicio que se va consumiendo. El recurso se repite, de nueva cuenta, pero en otro medio; en este caso, una serie de autorretratos de la artista, los cuales coronan la exhibición, titulados Red Sky, en los que Lucas posa frente a la cámara, fumando compulsivamente: la lente retrata el movimiento de la artista, en negación de un registro preciso; el obturador poetiza el humo de cigarro que envuelve a Sarah Lucas, que la vuelve anónima, un ser que no puede ser detenido, definido, diseccionado para analizar.

Fotografías en una galería de arte. Sarah Lucas en kurimanzutto.

Sarah Lucas. Vista de la serie Red Sky. 2018. Fotografía de Omar Luis Olguín. Cortesía de la artista y kurimanzutto, Ciudad de México.

Durante esta semana, el documental Realidad acompaña a la exhibición. Éste nos muestra el viaje original que hizo la artista a Oaxaca en 2012, en compañía de algunos amigos, para la generación de su primera exposición en el Anahuacalli, Nuds. Realidad no es un documental de arte; de hecho, hay poco arte implícito en el proceso, pues la mirada documental no busca interferir con el ímpetu creativo de la artista. Se vuelve un retrato un tanto intimista, un tanto social, donde los distintos actores transitan entre estados de ebriedad ocasionados por el consumo de mezcal. El documental figura básicamente eso: Sarah Lucas en trances mezcálicos. Lo que me conduce a la primera pregunta que me hice: ¿qué ven los artistas internacionales en México que los hace volver? Y pienso que es esta ritualización, esta capacidad que la vida cotidiana tiene para impregnarse de una esencia espiritual totalizante —un tanto influencia de las culturas prehispánicas que dieron forma a la primera ideología mexicana, un tanto consecuencia del pensamiento barroco que acabó por cuajar un ideal nacional y que se encargó de hacer del mundo un diccionario de símbolos dispuesto a ser leído. El documental, en conjunto con la exposición de Lucas en kurimanzutto, me hizo pensar en el camino del también británico Malcolm Lowry a través de México en el primer cuarto del siglo pasado —también conducido por un ímpetu autodestructivo, donde canalizaba experiencias trascendentales con el consumo (excesivo) de mezcal; experiencia que quedó impresa y metaforizada su novela Bajo el volcán de 1947. Hay, en la lectura de Lucas (y de Lowry) sobre México, algo de viaje a una profundidad insondable, algo de un tránsito a un mundo ultraterreno, un espacio de símbolos y representaciones, donde la muerte ocupa un lugar primordial en la lectura de la realidad. Figura un viaje al Mictlán, mediado, visto desde lejos, un atisbo banal a aquello que trasciende nuestra experiencia física del mundo, evidenciado por nuestro ímpetu autodestructivo, nuestra necesidad constante —y necia— de autodestruirnos.

Dame Zero se inauguró en la galería de la San Miguel Chapultepec el día 17 de marzo y permanecerá hasta el 5 de mayo.

 

i ¿Recuerdan el comentario que hice un poco más arriba sobre relaciones tóxicas?

 

 

Javier Villaseñor V.

Es licenciado en Arte por la UCSJ. Se ha desempeñado como escritor y curador en el estudio de un escultor y como artista digital de manera independiente. Es fiel seguidor de David Foster Wallace y lector amante de Virginia Woolf. Cree en las letras como un medio de redención. Instagram / Twitter: @filantropofago

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